Tomo 1, cap. 1.11 - Las razas sud-americanas. Los criollos.

          No se comprenderían bien los pródromos y el desarrollo de la revolución sud-americana sin el conocimiento de sus razas, y especialmente de la raza criolla, factor principal en ella, en la que se acumulaba la fuerza; residía la pasión y germinaba la idea revolucionaria como una semilla nativa del suelo.
          Cinco razas, que para los efectos de la síntesis histórica pueden reunirse á tres, poblaban la América meridional al tiempo de estallar la revolución de la independencia: los españoles europeos, los criollos hispano-americanos, y los mestizos, y los indios indígenas y los negros procedentes de África. Los españoles, constituían la raza conquistadora, privilegiada, que por la simple razón de su origen tenían preeminencia política y social. Los indios y los negros formaban la raza servil bajo el régimen de la esclavitud, y era elemento inerte. Los mestizos eran razas intermediarias entre los españoles, los indios y los africanos, que en algunas partes componían la gran mayoría. Los criollos, los descendientes directos de españoles, de sangre pura, pero modificados por el medio y por sus enlaces con los mestizos que se asimilaban, eran los verdaderos hijos de la tierra colonizada y constituían el nervio social. Representaban el mayor número, y cuando no, la potencia civilizadora de la colonia: eran los más enérgicos, los más inteligentes é imaginativos, y con todos sus vicios heredados y su falta de preparación para la vida libre, los únicos animados de un sentimiento de patriotismo innato, que desenvuelto se convertía en elemento de revolución y de organización espontánea, y después en principio de cohesión nacional.
          Los nativos de Sud-América, sometidos al bastardo régimen colonial de la explotación en favor de la metrópoli y de la exclusión en favor de los españoles privilegiados, formaban así una raza aparte y una raza oprimida, que no podían ver en sus antecesores y semejantes, padres ni hermanos, sino amos. Éstas eran las consecuencias fatales del modo como se organizó la conquista de la América por la España, y de la teoría que hacía derivar de ese hecho el título y el derecho para gobernarla en beneficio de la nación y de la raza conquistadora. Ésa era la base del sistema colonial que convertía á los naturales del suelo en cosas y los asimilaba en cierto modo á los indígenas conquistados, determinando de antemano el divorcio etnológico y social de los colonos hispano-americanos con la madre patria. La España, que en verdad concedió á la América todo lo que ella tenía, y dio á sus colonos por efecto de la lejanía tal vez más libertad y más franquicias municipales que las que gozaban sus propios hijos en su territorio, jamás adoptó ni pensó adoptar una política que refundiese á las colonias en la comunidad nacional, y precisamente porque tenía un gobierno absoluto, no podía hacerlo aun cuando lo hubiese querido ó hubiese sido capaz de pensarlo. De aquí provenían los monopolios, las exclusiones y los privilegios, que haciendo más pesado y menos justificado su dominio, hacía más profunda la división de intereses, de aspiraciones y de sentimientos. Los españoles por su parte exaltaban este estado de exacerbación de los ánimos predispuestos. Persuadidos de que el territorio y los naturales de América eran el feudo y los feudatarios de la metrópoli y de todos y de cada uno de los que habían nacido en la península ibérica, se consideraban como señores naturales á título de seres privilegiados de una raza superior, y pensaban que mientras existiese en la Mancha un zapatero de Castilla con un mulo, ese zapatero con su mulo, tenía el derecho de gobernar toda la América1.
          La aspiración natural de los esclavos es la libertad, y la de las razas oprimidas que se sienten con fuerza propias, reasumir su personalidad ante la familia humana. Esta doble aspiración llevaba el germen de la revolución americana, que una mala política fomentó y que circunstancias propicias ó aciagas aceleraron. La raza indígena, de cuyas sublevaciones parciales hemos hecho caso omiso como elemento revolucionario, hizo su grande explosión en 1780, levantándose en masa en el Perú contra los conquistadores, con Tupac-Amarú, descendiente de los Incas, á su cabeza. Reunieron grandes ejércitos, pelearon: pero fueron lógicamente vencidos, ahogados para siempre en su propia sangre, porque no eran dueños de las fuerzas vivas de la sociedad, y porque no  representaban la causa de la América civilizada. Debía llegar un turno á los nativos, hijos de los conquistadores, de quienes las leyes y las costumbres habían hecho una raza aparte. Ellos, dueños de la tierra, con aspiraciones ingénitas de independencia, con propósitos patrióticos, la llegarían á amar con la pasión que se convierte en acción y se transforma en libertad, obedeciendo á la ley de la sucesión de las fuerzas morales.
          Los miembros de esta raza desheredara, tan inteligente como enérgica, debían experimentar un nuevo sacudimiento en presencia del espectáculo de la España, que sólo tenía el prestigio de lo lejano y lo desconocido. Viéndola tan despotizada como ellos, no encontrando ahí nada que admirar, amar ó respetar en común, se sentían extranjeros en la metrópoli los que la veían de cerca, y sin vínculos morales, políticos o sociales los que vegetaban lejos de ella. Un rey absoluto, y por lo común imbécil, era el único punto de contacto más bien que de unión, entre el mundo explotado y a nación explotadora. El divorcio era un hecho que estaba en las leyes y en las prácticas, y penetraba espontáneamente en las conciencias. La madre patrio no era ni podía ser para los americanos ni una patria ni una madre: era una madrastra. Entonces sus instintos de independencia tomaban forma, se convertían en pasión y se transformaban en idea, síntomas de los tiempos que atrasaban y presagio de los tiempos que venían. De este modo la rebelión moral se operó en las conciencias antes de ser un poder tangible, como se ha visto. Su fermento concentrado debía producir ese estallido de nobles iras; esas aspiraciones intensas, esa exaltación de sentimientos de confraternidad, de que los sud-americanos residentes en la metrópoli participaban con más vehemencia que los mismos criollos que nunca habían perdido de vita el humo de sus hogares. Revolucionarios de raza, odiaban tanto como amaban. Es así como se explica que todos los caudillos de la revolución americana que vinieron de España, aun aquellos que recibieron más distinciones en ella, fueron los que con más pasión y más genio la combatieron. convirtiendo sus odios en fuerza eficiente de la revolución que inocularon en las masas.
          Empeñada la lucha por la independencia, las razas intervinieron en ella obedeciendo á sus afinidades. Los criollos tomaron la dirección política y la vanguardia en el combate entre las colonias insurreccionadas y su metrópoli. Los indígenas, emancipados por la revolución de las servidumbres que sobre ellos pesaban, se decidieron por ella, como auxiliares, aun cuando nunca fueron contados como fuerza militar, á excepción de Méjico, donde ese elemento figuró en primera línea. En el resto de la América, los mestizos constituyeron la carne de cañón y el nervio de sus ejércitos. El gaucho argentino, especie de árabe y cosaco modificado por el clima, y poseído del mismo fatalismo del amo y de la fortaleza del otro, dio su tipo á la caballería revolucionaria que debía llevar su gran carga a fondo desde el Plata hasta el Chimborazo. En el extremo opuesto, los llaneros de Venezuela raza mestiza de indígenas, españoles y negros, en que empezaba á predominar el carácter criollo, formaron los famosos escuadrones colombianos acaudillados por héroes de su estirpe que en sus campañas desde el Orinoco hasta Potosí por sus proezas eclipsarían á los de Homero. Los rotos de Chile, en que prevalecía la sangre indígena formarían con los argentinos los sólidos batallones para medirse con los regimientos españoles, vencedores de los soldados de Napoleón en la guerra de la Península. Los negros, emancipados de la esclavitud, dieron su contingente á la infantería americana, revelando cualidades guerreras propias de su raza. Los indígenas del Alto Perú mantuvieron viva por más de diez años la insurrección en su territorio, á pesar de la derrota de las armas de la revolución, contribuyendo con sus reverses al éxito final, tanto como las victorias. Los cholos de la parte montañosa del Perú, se decidieron por la causa del rey, y según el testimonio de los generales españoles que los mandaron, como infantes podían equipararse á los primeros del mundo, excediéndolos en el sufrimiento de las fatigas y en la celeridad de las marchas extraordinarias al través del continente. Los criollos formaban el núcleo de esto elementos de fuerza e el combate de las razas y de los principios.
          La raza criolla en la América del Sud, elástica, asimilable y asimiladora, era un vástago robusto del tronco de la raza civilizadora indico-europea á que está reservado el gobierno del mundo. Nuevo eslabón agregado á la cadena etnológica, con su originalidad, sus tendencias nativas y su resorte moral propio, es una raza superior y progresiva á la que ha tocado desempeñar una misión en el gobierno humano en el hecho de completar la democratización del continente americano y fundar un orden de cosas nuevo destinado á vivir y progresar. Ellos inventaron la independencia sud-americana y fundaron la república por sí solos, y solos, la hicieron triunfar, imprimiendo á las nuevas nacionalidades que de ella surgieron su carácter típico. Por eso la revolución de su independencia fue genuinamente criolla. Cuando estalló en 1810 con sorpresa y admiración del mundo, se dijo que la América del Sud sería inglesa ó francesa, y después de su triunfo presagióse que sería indígena y bárbara. Por la voluntad y la oba de los criollos, fue americana, republicana y civilizada.
 
 
  1. Esta teoría es atribuída al oidor Aguirre en Méjico. -Retrepo, en su «Hist. de Colombia», t. I, pág. 51, dice: "Los españoles europeos decían: 'que la América española debía permanecer siempre unida á la España, cualquiera que fuese la suerte que corriera la Península; y que el último que sobreviviera, tenía derecho para mandar á los americanos.' "- Para mayor ilustración, véase en nuestra: «Hist. de Belgrano», (4º ed. t. I, p. 317), el discurso del Obispo Lué, en el Cabildo abierto de Buenos Aires en 1810, en que sostuvo: «Que mientras existiese en España un pedazo de tierra, debía España mandar en las Américas; y que, mientras existiese un solo español en las Américas, ese español debía mandar á los americanos, pudiendo sólo venir el mando á los hijos del país, cuando ya no hubiese un sólo español en él.»

 

Tomo 1, cap. 1.10 - El precursor de la emancipación sud-americana

          Por este mismo tiempo hacía algunos años recorría el mundo un ardiente apóstol de la libertad humana, precursor de la emancipación sud-americana. Era un soñador con ideas confusas y conocimientos variados á inconexos, un guerrero animado de una pasión generosa, y sobre todo un gran carácter. Soldado de Washington en la guerra norte-americana, camarada de Lafayette, general con Dumouriez en las primeras campañas de la revolución francesa, compañero de prisión de Madame Rolland, confidente de Pitt en su plan de insurrección de las colonias hispano-americanas, distinguido por Catalina II de Rusia á cuyos favores antepuso la austera misión que se impuso, considerado por Napoleón como un loco animado de una chispa del fuego sagrado, el caraqueño Francisco Miranda tuvo la primera visión de los grandes destinos de la América republicana, y fue el primero que enarboló la bandera redentora por él inventada en las mimas playas descubiertas por el genio de Colón. Fue el quien centralizó y dio objetivo á los trabajos revolucionarios de los sud-americanos dispersos en Europa, entablando relaciones sistemadas con los criollos de las colonias, y el que fundó en Londres á fines del siglo XVIII la primera asociación política á que se afiliaron todos ellos, con el objeto de preparar la empresa de la emancipación sobre la base del dogma republicano con la denominación de «Gran Reunión Americana». En ella fuero iniciados en los misterios de la libertad futura, O'Higgins, de Chile; Nariño, de Nueva Granada; Montufar y Rocafuerte, de Quito; Caro, de Cuba y representante de los patriotas del Perú; Alvear, argentino, y otros que debían ilustrarse más tarde confesando su credo ó muriendo por él. Ante ella prestaron juramento de hacer triunfar la causa de la emancipación de la América meridional, los dos grandes libertadores, BOLÍVAR y SAN MARTÍN.
          Esta asociación iniciadora de la revolución de Sud-América fue el tipo de las asociaciones secretas del mismo género, que trasplantadas al terreno de la acción, imprimieron su sello á los caracteres de los que después fueron llamados á dirigirla y decidir de sus destinos. Ella le inocularon el sentimiento genialmente americano, que sin determinar fronteras ni darse cuenta de los obstáculos, confundía colectivamente á todas las colonias esclavizadas en una entidad en una aspiración idéntica, en un amor único, y hasta en un odio solidario contra sus amos. Este resorte moral dio á la revolución americana su cohesión continental por la solidaridad de causa, su unidad por la propaganda recíproca y simultánea, y aseguró el triunfo por la comunidad de esfuerzos. Éste era el gran punto de contacto entre los criollos que habitaban las colonias hispano-americanas, y de los que lejos de ellas en otro medio y bajo otras impresiones, trabajaban por su independencia y por su libertad. Esto explica también el sincronismo de sus primeros estremecimientos á pesar del aislamiento de las colonias, en que las mismas causas morales producían idénticos efectos por misteriosas afinidades electivas.
          Miranda, como Procedía, buscó el apoyo del mundo entero para interesarlo en la causa de la independencia hispano-americana, y principalmente el de la Inglaterra con la cual llegó á formalizar pactos en tal sentido, obteniendo por tres veces consecutivas (1790-1801) del ministro Pitt la promesa de ser apoyado en su empresa moral y materialmente con la cooperación de los Estados Unidos. Complicaciones de la política europea y trepidaciones del Gobierno de Washington obstaron á esta combinación1. Fue entonces cuando, por vía de manifiesto y declaración de derechos de la América del Sud, hizo redactar en 1791 una carta á los americanos, en que se hacía el proceso del sistema colonial de la España, estableciendo que «la naturaleza había separado por los mares á la América de la España, emancipando de hecho á sus hijos de la madre patria, y que ellos eran libres por derecho natural, recibido del Creador, inalienable por su naturaleza, y no podía ser arrebatado sin cometer delito; que sería una blasfemia suponer, que el Supremo Benefactor hubiese permitido el descubrimiento del Nuevo Mundo solamente para que un pequeño número de imbéciles explotadores tuviesen la libertad de asolarlo a disponer á su antojo de la suerte de millones de hombres; concluyendo, que el coraje de las colonias inglesas en América, que debía avergonzar á los sud-americanos, había coronado de palmas la frente de Nuevo Mundo, al proclamar y hacer triunfar su libertad, su independencia y su soberanía; que no podía prolongarse la cobarde resignación, y había llegado el momento de abrir una nueva era de prosperidad exterminando la tiranía, animados por los eternos principios de orden y justicia, y con el auxilio de la Providencia formar de la América unida por comunes intereses una grande familia de hermanos»2. Pero desahuciado Miranda por la Inglaterra y los Estados Unidos, tentó por sí solo la empresa, y en 1806 se lanzó en dos ocasiones, -con 200 hombres, la primera y con 500 la segunda,- sobre Costa Firme, y en ambas fue rechazado en Ocumare y Vela de Coro, sin que nadie respondiese á su grito de insurrección. Pero el gran grito estaba dado, y encontraría ecos de ambos mundos.
          La Inglaterra, mientras tanto, abandonando con la muerte de Pitt sus proyectos de emancipación de las colonias españolas, emprendió por su cuenta la conquista de la América del Sud, y fue derrotada por dos veces en Buenos Aires en 1806 y 1807, como lo había sido en 1740 en Cartagena de Indias. Miranda se complació de esta derrota y escribió al Cabildo de Buenos Aires (1808), felicitándolo: «He tenido la doble satisfacción de ver que mis amonestaciones al gobierno inglés, en cuanto á la imposibilidad de conquistar ó subyugar á nuestra América, fueron bien fundadas al ver repelida con heroico esfuerzo tan odiosa tentativa». Al mismo tiempo se dirigía al Cabildo de Caracas, noticiándole la acefalía de la España por efecto de la invasión napoleónica y le aconsejaba que «reuniéndose en un cuerpo municipal representativo tomara á su cargo el gobierno, y enviara diputados á Londres con el objetivo de ver lo que conviniera para la suerte futura del Nuevo Mundo»3. A la vez hizo imprimir en Londres un libro inspirado por él, escrito por un inglés y en inglés, en que señalaba la derrota de los ingleses como una lección que debía aprovecharse. Uno delos generales ingleses, venidos en esta empresa, -norte-americano de origen,- había escrito á su gobierno: « La opresión de la madre patria ha hecho más ansioso en los nativos el anhelo de sacudir el yugo de España, y quisieran seguir los pasos de los norte-americanos exigiendo un estado independiente. Si les prometiésemos la independencia, se levantarían inmediatamente contra su gobierno, y la gran masa de sus habitantes se nos uniría. Ninguna otra cosa que no sea la independencia puede satisfacerlos»4. Partiendo de esta base, el panfletista abogada por la inmediata emancipación de la América española bajo los auspicios de la Gran Bretaña. Miranda, al extractar en lengua castellana el texto de este libro, lo acompaña de un bosquejo de constitución, obra suya y mezcla de reminiscencias vetustas, tradiciones coloniales, invenciones peregrinas y adaptaciones de la constitución de Estados Unidos, cuya idea dominante era la república federal sobre la base representativa de los cabildos5. Como la gran victoria de Buenos Aires tuvo gran resonancia en el mundo, y sobre todo en el corazón de los americanos, á quienes dio la conciencia de una fuerza que ellos mismos ignoraban, esta propaganda respondía á un nuevo sentimiento de nacionalidad que empezaba á formarse, como lo prueban las arrogantes palabras pronunciadas con tal motivo por un criollo del Río de la Plata en medio de los aplausos de la América: « Los nacidos en Indias, cuyos espíritus no tienen hermandad con el abatimiento, no son inferiores á lo ás españoles europeos, y á nadie ceden en valor»6. Desde ese momento, la independencia convirtióse en ideal, la pasión en fuerza y las aspiraciones vagas y las tendencias en objetivo real. La revolución estaba consumada en los ánimos y estaba en las cosas mismas; para que estallase sólo faltaba la ocasión propicia profetizada por el conde de Aranda. Era además cuestión de raza y cuestión de vida.

  1. Véase nuestra «Historia de Belgrano», t. I, p. 112 y sig. (4º ed.)
  2. Esta carta fue escrita en Londres en 1791 por el jesuita expulsado de América Vizcardo y Guzmán, y de ella hizo hacer Miranda dos ediciones, una en Londres y otra en Estados Unidos. No hemos podido consultar el texto en español, y nos hemos valido de una traducción inglesa, publicada en inglés en 1808 y reproducida en 1810 en la obra de Walton «Present state of the colonies».
  3. Cartas de Miranda de 20 y 24 de julio de 1808. Doc. M. S. en el Archivo de la Audiencia de Buenos Aires (inédito).
  4. Carta del General Samuel Auchmuty, de 6 de marzo de 1807, inserta en el apéndice del «Trial of  Whitelocke», p. 52.
  5.  «Aditional reasons for our inmediately emancipating Spanish America», by W. Burke. Este libro fue secuestrado en Buenos Aires en 1809,  y de él se hizo por orden del Virrey una traducción, que figuró en la llamada «Causa de Independencia», cuyos originales existen en el Archivo General, M. S. inédito
  6. Palabras de don Cornelio Saavedra en una proclama dirigida á los Patricios de Buenos Aires en 1807 con motivo de la parte que les cabía en la victoria contra los ingleses.
 

Tomo 1, cap. 1.9 - Revolución moral de la América del Sud

          Las revoluciones no se consuman sino cuando las ideas, los sentimientos, las predisposiciones morales é intelectuales del hombre se convierten en conciencia individual de la gran masa y sus pasiones en fuerzas absorbentes, porque, como se ha dicho en verdad, «es el hombre y no los acontecimientos externos el que hace el mundo, y de su estado interior depende el estado visible de las sociedad». Esta revolución habíase operado en el hombre sud-americano antes de finalizar el siglo XVIII, marcando su crecimiento y su nivel moral la escala invisible que llevaba en su alma. Desde entonces, todas sus acciones tiene un objeto, una lógica, un significado; sus trabajos revolucionarios acusan un deliberado propósito con planes más o menos definidos de organización, y una aspiración hacia un orden mejor de cosas. La emancipación era un hecho que estaba en el orden natural de las cosas, una ley que tenía que cumplirse, y en ese rumbo iban los espíritus. Cuándo y cómo eran cuestiones de mera oportunidad y de forma, y de afocamiento de voluntades predispuestas. La revolución estaba en la atmósfera, estaba en las almas, y era ya no un solo instinto y gravitación mecánica, sino una pasión y una idea.
          En tal sentido, el acontecimiento extraordinario que más constituyó á formar esta conciencia y abrir los ojos á los mismos gobernantes, fue la emancipación de la América del Norte, que dio el golpe de muerte al antiguo sistema colonial. Su organización republicana, armónica con el modo de ser la América del Sud por la influencia del medio, le dio su fórmula. En un principio, esta acción no se hizo sentir directamente por el estado de marasmo social y político en que yacían las colonias hispano-americanas, pero no por eso dejó de ser eficiente. Una combinación de circunstancias concurrentes que alteró el equilibrio instable existente, puso en conmoción el organismo sud-americano hasta entonces inerte, y dio á la misma metrópoli la evidencia de que sus colonias estaban por siempre perdidas en un plazo más ó menos largo. Fue la misma España la que ajo el reinado de Carlos III, dio la primera señal de la emancipación de sus colonias, en el hecho de unir ciegamente sus armas á las de la Francia para sostener la insurrección e los norte-americanos en odio á la Inglaterra, y reconocer después la independencia de la nueva república, lo que importaba una verdadera abdicación y un reconocimiento de principios destructores de su poder moral y material. El conde de Aranda, uno de los primeros hombres de Estado de España en su tiempo, previó a estas consecuencias, y aconsejó á su soberano en 1783 que se anticipase á sancionar un hecho que no estaba en su mano evitar, «deshaciéndose espontáneamente del domino de todas sus posesiones en el continente de Ambas Américas, y establecer en ellas tres infantes, uno como rey de Méjico, otro como rey del Perú, y otro como rey de Costa-Firme, tomando el monarca el título de Emperador». Este plan, que con razón califica su autor de «gran pensamiento», se fundaba en que: «jamás han podido conservarse posesiones tan vastas, colocadas á tan grandes distancias de la metrópoli, sin acción eficaz sobre ellas, lo que la imposibilitaba de hacer el bien en favor de sus desgraciados habitantes, sujetos á vejaciones, sin poder obtener desagravio de sus ofensas y expuestos a vejámenes de sus autoridades locales, circunstancias que reunidas todas, no podían menos de descontentar á los americanos, moviéndolos hacer esfuerzos á fin de conseguir la independencia tan luego como la ocasión les fuese propicia». Y recorriendo el velo del porvenir, profetizaba lo que necesariamente iba á suceder « acabamos de reconocer una nueva potencia en un país en que no existe ninguna otra en estado de cortar su vuelo. Esta república federal nació pigmea. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y aun coloso en aquellas regiones. Dentro de pocos años veremos con verdadero dolor la existencia de este coloso. Su primer paso, cuando haya logrado engrandecimiento, será apoderarse de la Florida y dominar el golfo de Méjico. Estos temores son muy fundados, y deben realizarse dentro de breves años si no presenciamos otras conmociones más funestas en nuestras Américas »1.
          El monarca español cerró por el momento sus ojos á la luz de estos consejos, pero antes que hubiesen transcurrido seis años, el rayo de la revolución francesa en 1789, que iluminó sus súbditos resplandores la conciencia humana, le hizo entrever el abismo que había cavado al pie de su trono. La revolución norte-americana mostró entonces su carácter universal, así que se propagó en Europa y conquistó á sus principios hasta las mismas naciones latinas, como se explicó antes. Los reyes absolutos del viejo mundo, y aún la misma libre Inglaterra por razón de su régimen monárquico, comprendieron su alcance político y sintieron conmoverse los cimientos de su poderío. Alarmados, formaron ligas liberticidas contra los nuevos principios en Europa y América, y la reacción se hizo sentir en ambos mundos.
          La España, asustada de las consecuencias de su propia obra, persiguió desde entonces hasta al introducción de los símbolos de la libertad norte-americana en sus colonias. Con motivo de tenerse noticias de que los criollos sud-americanos guardaban secretamente medallas conmemorativas de la independencia de los Estados Unidos, con el lema de LIBERTAS AMERICANA, dispúsose por real orden que «se celase con la mayor vigilancia no se introdujese en Indias ninguna especie de medallas que tengan alusión á la libertad de las colonias anglo-americanas; haciendo recoger con prudencia, sin dar á entender el motivo, las que se hallasen esparcidas»2. Con las medallas circulaban las ideas que no podían ser recogidas.
          La revolución francesa de 1789 fue consecuencia inmediata de la revolución norte-americana, cuyo principios universalizo y los hizo penetrar en la América del Sud por el vehículo de los grandes publicistas franceses del siglo XVIII, que eran conocidos y estudiados por los criollos ilustrados de las colonias ó que viajaban por Europa, y cuyas máximas revolucionarias circulaban secretamente en las cabezas como las medallas conmemorativas de la libertad de mano en mano. Al ver realizadas sus teorías por la revolución del 89, y al leerlas consignadas bajo la forma de preceptos constitucionales en la «Declaración de los Derechos del Hombre», importados de América á Europa y que la Francia propagó por el mundo, la revolución se consumó en las conciencias y la idea de la independencia se hizo carne. Muy luego, remontando á la fuente beberían en ella los principios originarios y encontrarían el tipo de l república verdadera. Mientras tanto, su actividad moral se alimentaba recibiendo la comunión de las ideas por esa vía. Antonio Nariño, destinado á representar un papel expectable en la futura revolución colombiana, tradujo é hizo imprimir secretamente los Derechos del Hombre en Nueva Granada, al mismo tiempo que se fijaban pasquines contra el gobierno español, indicantes de una fermentación sorda (1794). Perseguido por esta causa, no pudo comprobarse el cuerpo del delito, pues no se encontró un solo ejemplar de la edición ni hubo quien depusiese en contra, aun bajo quisitoriales, tal fue la fidelidad con que los conspiradores guardaron el secreto. Nariño hizo valientemente su defensa ante la Audiencia, sosteniendo que la publicación no era un crimen, pues los mismos principios corrían impresos en libros españoles, y que considerado el escrito á la luz de la razón y dándole su verdadero sentido, él no era pernicioso no podía ser perjudicial. El propagador de los nuevos principios fue condenado á presidio en África, confiscación de todos sus bienes, extrañamiento perpetuo de América, y á presenciar la quema del libro original que le sirvió de texto para su traducción por mano del verdugo2.
          Por aisladas que parezcan estas manifestaciones, ellas eran síntomas de los tiempos. No hay hechos fortuitos en la historia: todos ellos tienen su coordinación lógica, y se explican por las leyes regulares que presiden al crecimiento y la decadencia de las naciones en lo que se ha llamado la dinámica social en contraposición de la teología histórica. Las ideas no son aerolitos caídos de otros mundos; tienen su origen en la naturaleza moral del hombre del planeta. Así como la aparición de una planta en un terreno inculto, señala intervención de acciones físico-químicas, climatológicas y orgánicas, que se combinan, la aparición de una idea en una cabeza indica una elaboración intelectual que se opera simultáneamente en las cabezas. Como lo ha dicho Emerson, filósofo americano, que ha experimentado el fenómeno en sí, las ideas reformadoras tienen una puerta secreta por donde penetrar en el corazón de todos los legisladores y de cada habitante de todas las ciudades; el hecho de que un nuevo pensamiento y una nueva esperanza han entrado en un corazón, es anuncio de que una nueva luz acaba de encenderse en el corazón de millares de personas. La prueba de ello es que, después de la emancipación de las colonias norte-americanas, y de la revolución francesa, lo mismo pensaba respecto de la independencia sud-americana. Jefferson en Estados Unidos, Burke y Pitt en Inglaterra, el rey de España en Madrid, su ministro Aranda en París Tallien y Lafayette en Francia y en Europa. El criterio político se formaba por el ejemplo de lo que pasaba en ambos continentes; las nuevas ideas penetraban primero en las cabezas ilustradas y se infiltraban en la masa por el vehículo del instinto y de la pasión, que transformaba las almas por la creación de un ideal que cada cual interpretaba según sus alcances ó según sus intereses ó tendencias, teniendo evidencia de este fenómeno hasta los mismos poderes absolutos que experimentaban su influencia. Así es como se ha preparado la revolución moral en la América del Sud, una vez que la idea nueva prendió en los espíritus.
 
 
  1. Memoria del conde de Aranda al Rey Carlos III en 1783, publicada por la primera vez en la trad. española de la «España bajo el reinado de la casa de Borbón», de Coxe., t. IV, p. 433 y sig. (ed. de Madrid, 1847)
  2. Real orden de 18 de mayo de 1791 publicada por primera vez por don Andrés Lamas en el vol. II, p. 309 de la «Revista del Rio de la Plata». La real orden dice Libertad Americana en ves de Libertas, y esto introdujo al Sr. Lamas en la interesante noticia que da sobre el particular, á suponerla alusiva á la independencia sud-americana, rectificando su juicio posteriormente en presencia de la misma medalla que existe en su rico monetario americano.
  3. Restrepo: «Hist. de la Rev. de la Rep. de Colombia», t. I, p. 37 y sig.
 

Tomo 1, cap. 1.8 - Filiación de la revolución sud-americana

          La historia se modela sobre la vida, y como las acciones humanas son fuerzas vivas incorporadas á las cosas, sus elementos se desarrollan bajo la influencia de su medio,  como el bronce en fusión ó la arcilla, toman las formas que su molde las imprime. Así vemos, que la colonización hispano-americana desde sus orígenes entrañaba el principio del individualismo y el instinto de la independencia, que debían necesariamente dar por resultado la emancipación y la democracia. Vése así, que apenas conquistado y poblado el Perú por la raza española, fue teatro de continuas guerras civiles y revolucione, y que sus conquistadores, encabezados por Gonzalo Pizarro, enarbolaron el pendón dela rebelión contra su rey, en nombre de sus derechos de tales, obedeciendo á un instinto nuevo de independencia, y que cortaron la cabeza al representante del monarca, que lo era á la vez de la monarquía, de la aristocracia feudal y de la dominación española (1540). Un cronista contemporáneo, impregnado de las pasiones de la época, cuyo libro fue mandado quemar por los reyes de España porque las reflejaba, haciendo hablar á un jurisconsulto español, que era consejero del primer rebelde americano, pone en su boca estas palabras: «Argüia Zepeda, que de su principio y origen todos los reyes descienden de tiranos; y que de aquí la nobleza tenía principio de Cain; y la gente plebeya del justo Abél. Y que esto claro se mostraba por los blasones é insignias de las armas: por dragones, sierpes, fuegos, espadas, cabezas cortadas y otras crueles insignias que en las armas de los nobles figuraban.» El famoso Carvajal, nervio militar de la rebelión de Pizarro, tipo de los crueles caudillos sud-americanos que vendrían después á imagen y semejanza suya, aconsejaba á su jefe hacerse independiente, y uniendo el ejemplo á la acción, quemó en un brasero el estandarte real con las armas de Castilla y de León é inventó la primera bandera revolucionaria que se enarboló en el Nuevo Mundo1. Bien dice, pues, un moderno crítico español: «La guerra de Quito fue la primera y más seria de las tentativas de independencia á que se atrevieron los españoles americanos»2. Cuando apenas una nueva generación europea había nacido en América, vése a un hijo de Hernán Cortés, que llevaba en sus venas la sangre americana de la célebre india Da. Marina, fraguar una conspiración para independizar á Méjico de su metrópoli, en nombre del derecho territorial invocado por Pizarro.
          La pobre y oscura colonia del Paraguay fue desde sus primeros tiempos una turbulenta república municipal, emancipada de hecho, que se gobernó á sí misma y de dictó sus propias leyes. Los colonos depusieron gobernadores con provisión real al grito de ¡mueran los tiranos!, eligieron mandatarios por el sufragio de la mayoría y mantuvieron sus fueros por el espacio de más de veinte y cinco años (1535-1560), bastándose á sí mismos. Cuando hubo nacido allí una nueva raza criolla, producto del consorcio de indígenas y europeos, un nuevo elemento se introdujo en la colonia. Un contemporáneo español, testigo presencial de esta gestación, decía en 1579 hablando de «estos hijos de la tierra,» que «de las cinco partes de la gente española, las cuatro son de ellos, y cada día va en aumento, teniendo muy poco respeto á la justicia, á sus padres y mayores, muy curiosos en las armas, diestros á pie y á caballo, fuertes en los trabajos, amigos de la guerra y muy amigos de novedades»3.
          Bastan estos ejemplos remotos para comprobar que la colonización hispano-americana extrañaba el germen del individualismo y de la independencia, aun haciendo caso omiso del levantamiento de los hermanos Contreras en Nicaragua (1542), que presentaron batalla campal á las tropas del rey del Panamá; de la revolución de Gonzalo Oyón (1560), en Popayám; de la sublevación de Aguirre en el Amazonas (1580), que llevó la sedición hasta el centro de Nueva Granada, y de otros muchos alborotos del mismo género hasta fines del siglo XVII, por cuanto estas insurrecciones iniciales fueron resabios del revuelto espíritu castellano más bien que productos de la tierra, aunque presagiasen ya la índole de la insurrección futura. Así, la España, fundó con su colonización americana un mundo rebelde y una democracia genial, mientras la Inglaterra fundaba en la suya un mundo libre y una democracia orgánica.
          La insurrección verdaderamente criolla se iniciará á principios del siglo XVIII, en que se oye por primera vez en Potosí el grito de Libertad, y los criollos dejan de considerarse españoles para apellidarse con orgullo americano. Es el asomo de un nuevo espíritu nacional. Los sabios viajeros españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa, comisionados para medir un grato terrestre sobre el Ecuador (1735), trazaron la línea divisora entre ambas razas: «No deja de parecer cosa impropia, que entre gentes de una misma nación y aún de una misma sangre, haya tanta enemistad, encono y odio, y que las ciudades y poblaciones grande sean un teatro de discordias y de continua oposición entre españoles y criollos. Basta ser europeo, ó chaperón, como le llaman, para declarase contrario á los criollos; y es suficiente el haber nacido en Indias para aborrecer á los españoles. Desde que los hijos de europeos nacen, y sienten las luces aunque endeble de la razón, ó desde que la racionalidad empieza á correr los velos de la inocencia, principia en ellos la oposición á los europeos. Es cosa muy común el oír repetir a algunos que si pudieran sacarse la sangre de españoles que tienen de sus padres, lo harían porque no estuviese mezclada con la que adquirieron de sus madres»4.Los mestizos daban pábulo á este incendio latente de odios étnicos.
          En 1711, los mestizos proclamaron rey de Venezuela á un mulato, y en 1733 los criollos se levantaron en armas contra los privilegios de la «Compañía Guipuzcoana de Caracas», organizada para monopolizar el comercio de los productos de tierra, y dieron batallas campales en favor de la libertad de los cambios, obligando á la metrópoli á prometer su extinción5. Por el mismo tiempo (1730), dieron los mestizos el grito de insurrección «en número de 2,000 hombres en Cochabamba (Alto Perú), y se juntaron en el nombre del ejército con armas y banderas desplegada, en odio de los españoles europeos para protestar contra el impuesto personal», conquistando la franquicia de elegir alcalde y corregidores criollos, con exclusión de los españoles6. En 1765, en el mismo año en que los americanos del norte protestaban contra los impuestos con que los gravaba el parlamento de la madre patria (1765), los criollos de Quito se insurreccionaron contra el impuesto de las alcabalas, -como en tiempos de Carlos V lo había hecho ya,- muriendo más de 400 hombres y venciendo al fin á los españoles, hasta obtener una amnistía7. Pero estos estallidos precursores de la revolución que estaba en las cosas y se operaba en los espíritus, no tenía sino por accidente un carácter político, y carecieron de formas definidas y de propósitos deliberados de libertad é independencia.
          Estaba reservado á la embrionaria república municipal del Paraguay dar el primer ejemplo de un movimiento revolucionario con una doctrina política, que envolvía el principio de soberanía popular superior á la de los reyes. Con motivo de un conflicto entre el gobernador nombrado por el rey y el Cabildo de la Asunción que invocaba los antiguos fueros municipales de los colonos, el Paraguay levantó el pendón de Padilla caído en Villalar. Entonces apareció en la escena el famoso José Antequera, americano de nacimiento y educado en España, que aclamado Gobernador por el voto del Común, declaró ante el pueblo: que los pueblos no abdican; que «el derecho natural enseña la conservación de la vida, sin distinguir estado alguno que sea más privilegiado que otro, como á todos enseña é instruye aun sin maestros, á huir lo que es contra él, como servidumbre tiránica y sevicia de un injusto gobernador»8. Con esta bandera y este programa se hizo él caudillo del pueblo contra la supremacía teocrática de los jesuitas del Paraguay, que lo barbarizaban y explotaban; levantó ejércitos, dio batallas contra las tropas del rey; derribó cabezas y fue bendecido como un salvador (1724-1725). Como Padilla, expió su crimen en un cadalso como reo de lesa majestad (1731), justamente con su alguacil mayor, Juan de Mena. En presencia dela muerte, renovó su profesión de fe, y en la prisión formó un discípulo que continuase su obra. Fue éste un tal Fernando Mompox, americano como él, que huyó de la cárcel de Lima, se trasladó al Paraguay, y avivó «el fuego tapado con cenizas», según la expresión del virrey del Perú. Á la noticia de la ejecución de Antequera, la hija de Juan de Mena, que á la sazón llevaba luto por su esposo, se despojó de él y reveló por la primera vez la pasión femenil por la libertad de América, vistiendo sus más ricas galas: «No debe llorarse, dijo, una muerte tan gloriosamente sufrida en servicio de la patria»9. Mompox organizó bajo la denominación de Comuneros, el partido de Antequera y del Cabildo, y se hizo su tribuno, deponiendo otro gobernador é instituyó una Junta de Gobierno, elegida popularmente con esta fórmula política: «La autoridad del Común es superior á la del mismo rey. Opongámonos á la recepción del nuevo gobernador en nombre del pueblo, asumiendo una responsabilidad colectiva que escude á los individuos»10. Después de estas palabras, que lo han hecho revivir en la posteridad (1732), Mompox desaparece envuelvo en la derrota de su causa11.
          La semilla comunal sembrada por Antequena y Mompox, retoñó en otra forma en la Nueva Granada, medio siglo después (1781). Con motivo de establecerse nuevos impuestos, que gravaban la producción del país, una mujer del pueblo arrancó en la ciudad del Socorro el edicto en que se promulgaban. El país se levantó en masa bajo la dirección de sus municipalidades, y con la denominación de Comuneros levantó un ejército de veinte mil hombres, á órdenes de su capitán general Juan Francisco Berbeo, popularmente elegido, que batió á las tropas reales é impulso las capitulaciones llamadas de Zipaquirá, en que se pactó la abolición perpetua de los estancos y se moderaron los derechos de alcoholes, papel sellado y otros impuestos; que se suprimiesen los jueces de residencia, y los empleos se diesen á los americanos y sólo por su falta á los españoles europeos; confirmándose los nombramientos populares de los capitanes elegidos por el Común, con la facultad de instruir á sus compañías e los días de fiesta en ejercicios militares, todo, bajo la garantía de una amnistía que se juró por los Santos Evangelios. La capitulación fue violada por los españoles, bajo el pretexto de que «lo que se exije con violencia de las autoridades trae consigo nulidad perpetua y es una traición declarada». Un caudillo más animoso, llamado José Antonio Galán, volvió á levantar la bandera de los comuneros, pero vencido otra vez, fue condenado á ser suspendido en la horca como reo de alta traición, á ser quemado su tronco delante del patíbulo y sus miembros colgados en escarpias en el teatro de la insurrección, confiscando sus bienes, demoliendo sus casas, sembrándolas de sal, y su descendencia se declaró infame. Berbeo vivió en la oscuridad, y es acaso, observa un historiador, el único ejemplar de las colonias españolas, de un jefe que después de haber hecho la guerra al soberano, hubiese existido en sus dominios sin morir en un patíbulo12.
          Pero estos movimientos concéntricos y otros muchos del mismo género, dentro de los elementos del sistema colonial, son agitaciones sin trascendencia, que sólo tienen valor como antecedentes históricos, por cuanto no señalan una verdadera revolución. Espero, esto prueba, que durante dos siglos, la América del Sud tuvo una vida trágica y tormentosa, y que así en los primeros tiempos de la conquista como durante la colonización, los españoles americanos y los nativos protestaron siempre contra la dominación absoluta de la madre patria, y que ella era odiada por los americanos, síntomas que presagiaban una crisis fatal.
  1. El palentino Fernández: «Hist. del Perú» (ed. de 1571), lib. I, cap. XXXIV, p. 35. - Compárese con la pálida versión que de la teoría de Zepeda hace Robertson en su «Hist. of America», lib. VI. - Véase además: Garcilaso de la Vega: «Hist. gral. del Perú», 2º parte, libro IV, p. 242.
  2. M. Ximénez de la Espada en el Prólogo á la «Guerra de Quito» de Cieza de León, t. I, p. 33.
  3. Informe del tesorero Hernando de Montalvo, escrito en 1579, que vino al Río de la Plata con la expedición de Zárate y fue cabildante de Buenos Aires en 1589. (M. S. inédito del Archivo de Indias)
  4. J. Juan y A. Ulloa: «Noticias secretas de América», ps. 415 y 420.
  5. Montengro: «Geografía general para el uso de la juventud de Venezuela» (obra fundamental), t. IV, p. 60. - Véase «Real Compañía Guipuzcoana de Caratas», p. 30 y sig. 
  6. Relación del Marqués Castel-Fuerte en 1736, en «Memorias de los Virreyes del Perú», t. CXIII, p. 282-283.
  7. Restrepo: «Historia de la Rev. de la Rep. de Colombia», (ed. de 1827), t. I, ps. 7 y 8.
  8. «Carta segunda legal y política del doctor Joseph de Antequera», en «Col. gral. de doc.», relativos á los jesuitas del Paraguay, t. III, ps. 213 y 293.
  9. Testimonio de Charlevois, que como jesuita era enemigo de Antequena y de Mena. «Hist. du Paraguay», t. V, p. 179 (ed. en 8º de 1757)
  10. Charlevoix. «Hist. du Paraguay», t. V, ps. 146 y 147
  11. Véase: «Relación del Marqués de Castel-Fuentes» en «Mem. de los Virreyes del Perú», t. III, p. 306 y sig.
  12. Restrepo: «Hist. de la Rep. de Colombia», t. I, p. II y sig.

Tomo 1, cap. 1.7 - La emancipación norte-americana

          Una cuestión particular de legalidad constitucional, motivada  por un impuesto y una tarifa de aduana, fue la causa determinante de la revolución norte-americana, á la inversa de lo que sucedió en Sud-América, que tuvo por origen una cuestión general de principios fundamentales, que era á la vez cuestión de vida ó muerte para las colonias hispano-americanas. En este punto es moralmente superior la revolución de Sud-América á la del Norte.
          La Inglaterra decretó el impuesto del papel sellado en sus colonias, y éstas respondieron declarando: «Hay ciertos derechos primitivos, esenciales, que pertenecen al pueblo, y de que ningún parlamento que puede despojarlo; y entre ellos figura estar representado en la corporación que tiene el derecho de imponerles cargas. Es de toda necesidad que la América ejerza este poder en su casa, porque no está representada en el parlamento, y en realidad pensamos que esto es impracticable» (1765). La ley de papel sellado fue derogada como impuesto interior, pero el parlamento mantuvo en teoría la prerrogativa absoluta de dictar la ley suprema del imperio británico, y sancionó en consecuencia, como derecho exterior, que no había sido expresamente contestado, una tarifa aduanera para la importación de sus colonias, poniendo su producto á disposición del rey, lo que importaba sustraerlo al control de las autoridades coloniales (1767). Los colonos protestaron negándose patrióticamente á consumir las mercaderías tarifadas, resistieron legalmente después, y dando lógicamente un paso más, declararon que la ley inglesa sobre motines (Muting Act) era mula para ellos, por cuanto había sido sancionada por un parlamento en que ellos no estaban representados. Para sostener sus derechos, convocaron su milicia municipal, y atacados con las armas en su terreno, contestaron con ella en Lexington; se sublevaron en masa. Así comenzó en 1774 la gran lucha por la emancipación americana.
          Durante diez años de resistencia, mantuviéronse las colonias inglesas en el terreno del derecho positivo, invocando sus franquicias especiales, como propiedad particular suya; pero desde este momento, lo abandonaron resueltamente y se colocaron en el sólido y ancho terreno teórico del derecho natural y del ideal, independiente de la ley positiva y de la tradición. Aun antes de que el programa revolucionario revistiese esta forma universal y humana, ya uno de sus precursores lo había formulado en 1765: - «El pueblo, el populacho como se le llama, tiene derechos anteriores  á todo gobierno terrestre, derechos que las leyes humanas no pueden ni revocar ni restringir, porque derivan del gran Legislador del universo. No son derechos otorgados por príncipes ó parlamentos, sino derechos primitivos, iguales á la prerrogativa real y contemporáneos del gobierno, que son inherentes y esenciales al hombre, que tienen su base en la constitución del mundo intelectual, en la verdad, la justicia y la benevolencia»1.
          Al declarar su independencia á la faz del mundo el 4 de julio de 1776, las colonias norte-americanas emancipadas, proclamaron un derecho innato, universal y humano, una teoría nueva del gobierno con abstracción de todo precedente de hecho, como principio general de legislación, inspirándose en la ley natural, en la filosofía y en la ciencia política derivada de los dictados de la conciencia cosmopolita. Díjosse entonces por la primera vez en un documento político: «Tenemos por verdades evidentes, que todos los hombres fueron creados iguales, y que al nacer recibieron de su creador ciertos derechos inalienables que nadie puede arrebatarles, entre éstos el de vivir, ser libres y buscar la felicidad: -que los gobiernos no han sido instituidos sino para garantir el ejercicio de estos derechos, y que su poder sólo emana de la voluntad de sus gobernados: -que, desde el momento que un gobierno es destructivo del objeto para el cual fue establecido, es derecho del pueblo modificado ó destruido y darse uno propio para labrar su felicidad y darse seguridad»2. Esta declaración de los derechos del hombre, incorporada á las constituciones del nuevo Estado, fue desde entonces, como se ha dicho «la profesión de fe política de todos los liberales del mundo», y despertó la conciencia universal aletargada.
          La repercusión de estas teorías racionales que respondían á una tendencia de la naturaleza moral del hombre en el mundo y á una necesidad de los pueblos en Europa, se sintió inmediatamente en Francia, que se hizo el vehículo para tranmitirlas á las naciones latinas del nuevo y del viejo mundo. Lafayette llevó a Francia esa declaración de derechos, y los hombres y los pueblos las acogieron con entusiasmo como un nuevo decálogo político. Hasta entonces dos escuelas políticas se dividían el imperio de las conciencias libres. Montesquieu, que fue el primero que señaló el mundo en las colonias inglesas la presencia «de grandes pueblos libres y felices en las selvas americanas3, » buscó en la herencia del pasado la reforma y mejora del régimen político y llegó lógicamente, según su teoría, á considerar la constitución inglesa como el último resultado de la experiencia y la lógica humana, presentándola como modelo acabado. Esta es la escuela histórica. Rousseau, negando el valor de la experiencia, rompiendo con los antecedentes históricos, atacando las constituciones existentes, toma por punto de partida y por objetivo la libertad natural y la soberanía del pueblo, buscando «la mejor forma de asociación que defienda y proteja contra la fuerza común á cada asociado, de manera que, al unirse cada uno á todos, no obedezca sin embargo sino á sí mismo, y quede tan libre como antes »4. Esta es la escuela filosófica, cuya doctrina formulada en la constitución de los Estados Unidos de América, y cuya teoría consensual, desacreditada por mucho tiempo, ha sido jurídicamente rehabilitada por el más profundo publicista moderno5, convirtiéndose en hecho consumado y en principio racional y científico de un nuevo derecho político. En esta forma popular y al alcance de todos, debía generalizarse la nueva doctrina en las colonias sud-americanas, mientras remontaban á su fuente originaria hasta encontrarla en la población libre del nuevo mundo.
          Lo más grade y más trascendental de la revolución norteamericana, no es su independencia nacional, sino su emancipación política, intelectual y moral en nombre de los derechos humanos, y la fórmula constitucional, ó más bien constitutiva, que los sintetiza. Como lo observa un historiador alemán: «el encanto de esta constitución está en su gran liberalidad, en su carácter simple, racional y natural, en su consecuencia lógica, en su fidelidad á los principios, en su consecuencia lógica, en su fidelidad á los principios, en fin, porque podía ser aplicable á todos los pueblos en desacuerdo con el régimen imperante; en que establecía un derecho igual para todos, no como derecho positivo y adquirido, sino como innato, natural é independiente de la ley, de la tradición; no como un hecho histórico, sino como una idea; en que señalaba un cierto espíritu de libertad y de humanidad que hacía abstracción de toda condición especial, y debía servir de principio general á toda legislación particular, determinando de antemano su carácter y su espíritu, que debía ser "una ley para los legisladores", como Talleyrand lo hacía decir en 1790 á la Asamblea de Francia. Son estas dos cualidad del idealismo y del universalismo, esta conciencia del pensamiento político, lo que ha operado la transformación completa en el estado político y en la cultura intelectual y moral del mundo, emancipando políticamente á los pueblos»6. Desde entonces, el constitucionalismo inglés dejó de ser un modelo, y la constitución inglesa dejó de ser un ideal, aun para los mismos ingleses, que han tenido que reconocer á sus descendientes y discípulos políticos como á sus maestros en el presente y el futuro.
          El espíritu de la libre Inglaterra se anticipó en su tiempo al juicio de la posteridad, dando la razón á la América insurreccionada en sus controversias constitucionales. Sus grandes hombres de Estado y sus más señalados pensadores, empezando por Chattam en su primera época y Burke á la cabeza de ellos, simpatizaron con la resistencia de sus colonias y aun hicieron votos por su triunfo, al declarar que: «La guerra con la América fue una gran crisis en la historia de Inglaterra, y la derrota de los colonos hubiera comprometido considerablemente nuestras libertades. Los americanos fueron nuestros salvadores, los americanos que, llenos de heroísmo, hicieron frente á los ejércitos del rey, los batieron en todas partes, y desligándose por último de la madre patria, comenzaron á seguir esa carrera maravillosa, que enseña lo que puede realizar un pueblo libre entregado á sus propios recurso»7. Su acción sobre la revolución francesa fue más marcada, combinándose con la teoría filosófica de sus publicistas.
          Fue así como la América reaccionó saludablemente por segundo vez sobre la Europa, salvándola en sus dos grandes conflictos. En la tercera vez, el gran papel histórico corresponde á la América del Sur, como se ha visto y como se demostrará más adelante.
 
  1. Palabras de John Adams, apud Bancroft, «Hist. de los Estados Unidos» t. VIII, p. 7 y 9
  2. Acta de independencia de los Estados Unidos de América.
  3. «Esprit des loís» lib. XIX, cap XXVII.
  4. «Contrat Social» cap VI.
  5. Véase Bluntschli: «Theórie générale de l'État»
  6. Gervinus: «Int. á l'hist. du XIXe siécle» ps. 193-194
  7. Buckle: «Hist. de la civilisation en Angleterre», t. II, p. 162.

Tomo 1, cap. 1.6 - Política colonial en ambas Américas

          Se ha creído por algunos encontrar la explicación de aptitudes políticas entre la América del Sud y la del Norte en los antecedentes económicos de sus leyes coloniales. Espero fue tan restrictiva y tan bárbara como egoísta la política comercial de la Inglaterra con respecto á sus colonias como lo fue l de España y Portugal, y es de notar que más atrasada que la de Francia como metrópoli en muchos puntos. Como lo observa Adam Smith, cuyo testimonio como inglés es decisivo: «Toda la diferencia entre la política colonial seguida por las diferentes naciones no ha sido sino de más ó de menos y han tenido el mismo objeto. La de los ingleses, siendo la mejor, ha sido menos opresiva y tenido un poco más de generosidad»1.
          El monopolio comercial que la España adoptó como sistema de explotación respecto a la América inmediatamente después de su descubrimiento, fue tan funesto á la metrópoli como á sus colonias. Calculado erradamente para que las riquezas del nuevo mundo pasaran á España y que ésta fuese la única que lo proveyese de artefactos europeos, acaparando sus productos naturales, toda su legislación tendió exclusivamente á este objeto en los primeros tiempos, y por esto se prohibieron en América todas las industrias y cultivos similares que pudieran hacer competencia á la Península. Para centralizar el monopolio, declaróse que el puerto de Sevilla, (y después de Cáliz), sería la única puerta por donde pudiesen expedirse buques con mercaderías y entrar los productos coloniales de retorno. Para asegurar la exclusiva hasta el tráfico intermediario, prohibiéndose todo comunicación comercial con las colonias entre sí, de manera que todas ellas convergiesen á un punto único. El sistema restrictivo se complementó con la organización de las flotas y galones, reuniendo en un solo convoy anual ó bienal todas las naves de comercio custodiadas por buques de guerra, y fijóse en Portobelo y Panamá la única puerta de entrada y salida de la América. Las mercaderías así introducidas, atravesaba el istmo y se derramaban por la vía del Pacífico, penetrando por tierra hasta Potosí, donde debían acudir á proveerse y hacer los cambios las provincias mediterráneas del Sud y las situadas sobre las costas del Atlántico con un recargo de 500 á 600 por ciento obre el costo primitivo. Este absurdo itinerario, violatorio de las leyes de la naturaleza y de las reglas del buen gobierno, y el sistema del monopolio colonial por medio de las de flotas y galeones, sólo pudo ser concebido por la demencia de un poder absoluto y soportado por la inercia de un pueblo esclavizado. Las víctimas de tal sistema fueron la metrópoli y sus colonias.
          Antes de transcurrir un siglo, la población de España estaba reducida á la mitad, sus fábricas estaban arruinadas, su marina mercante no existía sino en el nombre, su capital había disminuido, su comercio lo hacían los extranjeros por medio del contrabando, y todo el oro y la plata del nuevo mundo iba á todas partes de España. La ruina de la mariana y de las fábricas y la miseria consiguiente de la metrópoli y sus colonias, acabaron por destruir totalmente el comercio oficial. Cuando la España aleccionada por la experiencia quiso reaccionar contra su desastroso sistema de explotación, y aun lo hizo con bastante inteligencia y generosidad, ya era tarde; estaba irremisiblemente perdida como metrópoli, y la América meridional para ella como colonia. Ni el vínculo de la fuerza, ni el del amor, ni el del interés siquiera, ligaba la tierra ni los hijos desheredados á la madre patria: la separación era un hecho y la independencia de las colonias sud-americanas una cuestión de tiempo y de oportunidad.
          Como lo hemos hecho notar en otro libro, exponiendo estos mismos hechos en términos más amplios, el error fundamental del sistema colonial de España no era una invención, aun cuando lo exagerase, sino una tradición antigua y la teoría económica de la época reducida á práctica. La Inglaterra en la explotación de sus colonias del norte de América, propendió igualmente por medio de leyes coercitivas á que la metrópoli fuese la única que las proveyese de mercaderías europeas, la única de donde partiesen y á donde retornasen los buques destinados al tráfico, cometiendo mayores errores teóricos aun en un principio en la institución de compañías privilegiadas como la de la propiedad feudal, á título de conquista, reservándose el monarca la absoluta potestad de reglamentar su comercio. Adam Smith, al juzgar con benevolencia la política comercial de su patria, la condena empero severamente.
          «La libertad de la Inglaterra, dice, con respecto al comercio de sus colonias, se ha reducido al expendio de sus producciones en estado bruto, y á lo más, después de recibir su primera modificación, reservado el provecho para los fabricantes de la Gran Bretaña. La legislación impedía el establecimiento de manufacturas en las colonias, recargaba sus artefactos con altos derechos y hasta les cerraba el acceso de la metrópoli. Impedir de este modo el uso más ventajoso de los productos, es una violación de las leyes más sagradas de las humanidad. La Inglaterra sacrificó en el interés de sus mercaderes el de sus colonias. El gobierno inglés ha contribuído muy poco á fundar las más importantes de sus colonias, y cuando han crecido considerablemente, sus primeros reglamentos en relación á ellas no han tenido más objeto que asegurarse el monopolio de su comercio, limitando á un solo país el expendio de los artículos de sus colonias, y por consecuencia á detener su actividad y hacer retroceder el progreso, en vez de acelerar su prosperidad»2.
          En la práctica, todos estos errores tuvieron un correctivo. Los reglamentos tiránicos cayeron de suyo en desuso por la resistencia de los colonos armados de sus franquicias municipales, y merced á esto, los resultados que buscaba la Inglaterra se realizaron sin gran violencia, con ventajas para la madre patria y sus colonias. Las leyes de navegación (1650-1666), dieron á la marina inglesa la supremacía y á sus puertos la exclusiva, al desterrar de sus mercados la competencia extrajera, quedando en mejor condición sus fabricantes y negociantes, y así quedó monopolizado de hecho y de derecho el comercio colonial, ampliando la mutua tolerancia lo que tal sistema tenía de limitado. Este monopolio, juiciosamente explotado por un pueblo apto para el tráfico mercantil, con población superabundante, marina mercante libre en su esfera, con fábricas suficientes para abastecer sus colonias, con instintos de conservación para acrecentar sus capitales sin cegar la fuente de la riqueza misma, con tradiciones de propio gobierno que trasplantaba á sus colonias, sin que un absolutismo como el de Carlos V ó el de Felipe II las sofocase, y con una energía individual no coartada por la tiranía fiscal, ese monopolio, decíamos, en manos hábiles, fundó la colonización norte-americana y corrigió sus errores, sin incurrir en abusos. En 1652, cuando se estableció la república de Inglaterra bajo Cromwell, pactóse entre la colonia y la metrópoli la libertad de comercio, con la prerrogativa para los colonos de votar sus impuestos por medio de sus representantes y establecer sus derechos aduaneros. Era casi la independencia, como lo observa un historiador norteamericano. Los colonos incorporaron á su derecho público estos antecedentes históricos, que llegaron a formar un cuerpo de doctrina legal, decretando en 1692 y 1704: «Ningún impuesto puede ser establecido en las colonias sin el consentimiento del Gobernador, el Consejo y de sus representantes reunidos en asambleas»3. Mutiladas ó abrogadas sus cartas fundamentales bajo la restauración despótica de los Estuardos, y sistemado el monopolio comercial de la metrópoli aun después de consolidado en Inglaterra el gobierno representativo, la doctrina fue mantenida y respetada por acuerdo tácito. El día que la Inglaterra pretendió desconocer esta doctrina, la revolución norte-americana estalló en nombre del derecho.
 
  1. «An inquirí into the nature of causes of the wealth of nations» cap. sobre las Colonias
  2. «Fragment sur les colonies en général et celles des Anglais en particulier» pág. 55, 59, 61 y 73
  3. Véase Story: «Comment. of the Const. of the U. S.» Lib. I.

Tomo 1, cap. 1.5 - La colonización norte-americana

          Más feliz, la América del Norte fue colonizada por una nación que tenía nociones prácticas de libertad y por una raza viril mejor preparada para el gobierno propio, impregnada de un fuerte espíritu moral, que le dio su temple y su carácter. Emprendida un siglo más tarde que la española, se aclimató a una región análoga á la de la madre patria, como la española y la portuguesa al mediodía de la América, y fundaron allí una verdadera patria nueva, á que se vincularon por instituciones libres. Bien que en su origen las colonias inglesas consideradas como provincia de la corona, administradas por compañías privilegiadas y por un consejo de gobierno á la manera del de Indias, y que el monarca se reservó, como el de España, la suprema autoridad legislativa y la facultad de proveer todos los empleos, sin concederles la menor franquicia electoral, los colonos de la Virginia por su propia energía no tardaron en conquistar algunos derechos políticos, luego asegurados por cartas reales, que fueron el origen de sus futuras constituciones republicanas. En 1619 se reunió en Jamestown la primera asamblea nacional elegida popularmente por los hombres libres de la comunidad, que con razón se ha llamado «la feliz aurora de la libertad legislativa en América», siendo «la Virginia el primer Estado del mundo, compuesto de burgos separados y dispersos en un inmenso territorio, donde el gobierno se organizó según los principios del sufragio universal». Á la Virginia siguió Maryland, cuya carta fundamental otorgada en 1632 dióle una participación independiente en su legislación y la sanción de los estatutos por el consentimiento de la mayoría de sus habitantes y diputado, ligando así el gobierno representativo indisolublemente á su existencias. Estas primeras asambleas coloniales acabaron con las compañías y privilegios y fundaron el gobierno de lo propio (self-governmet)1.
          Á los plantadores de la Virginia y de Maryland siguieron los Peregrinos de la Nueva Inglaterra (los puritanos), que huyeron de las persecuciones de la Europa, buscaron la libertad de conciencia en el Nuevo Mundo para fundar en él una nueva patria según la ley de su Evangelio. Fuertemente impregnados del espíritu republicano de la madre patria, de cuya gran revolución fueron autores, y de los principios democráticos de las repúblicas de Suiza y Neerlandia que les dieron asilo, llevaron de esta ultima el tipo ideal del gobernante de un pueblo libre en la figura austera de Guillermo de Orange, que presagiaba á Washington. Fuertes en la conciencia de sus derechos innatos, se trasportaron sin garantía alguna á su nuevo teatro de acción, declarando que «si más tarde se pretendiese oprimirles, aún cuando se ordenase con un sello real tan grande como una casa, ellos encontrarán medios eficaces para nulificarlos». Y sí fue. Apenas pisaron el suelo de su nuevo patria colectiva, declararon en presencia de Dios que «fundaban su primera colonia en la región septentrional de la América, y se asociaban en el cuerpo civil y político para su mejor organización y conservación, y que en virtud de tal compromiso decretarían, establecerían y formarían las leyes y ordenanzas y constituciones justas y equitativas que juzgasen más convenientes al fin general». Cien hombres firmaron este documento, que según un historiador norte-americano, fue «el origen de la verdadera democracia y la libertad constitucional del pueblo, por el cual la humanidad recobró sus derechos y estableció un gobierno basado en leyes equitativas y en vista del bien general, reaccionando contra las constituciones de la edad media derivadas de los privilegios municipales»2. Vinieron por último los cuákeros, que proclamaron en absoluto la libertad intelectual del pueblo como un derecho innato é inalienable, y emancipando la conciencia humana según el método filosófico de Descartes, formularon su constitución, anticipándose á las constituciones modernas, en que se consignó por la primera vez e una manera absoluta y universal el principio de la igualdad democrática. Y con Guillermo Penn á su cabeza fundaron la colonia representativa de Pensilvania, núcleo y tipo de la gran república de los Estados Unidos.
          Esta fue la eficiente acción del nuevo mundo sobre la Europa en la primera época de su descubrimiento y población. Sus inmigrantes al pisar el suelo en que recuperaban su equilibrio, libres de las pesadumbres que les agobiaban en el viejo mundo, formando un nuevo Estado político, y se dieron según sus tendencias individuales una constitución democrática apropiada á sus necesidades físicas y morales, que encerraba en sí los gérmenes de su organización futura y el tipo fundamental de otras sociabilidades análogas.
          Tal fue el génesis de la libertad democrática, destinada a universalizarse.


  1. Véase Bancroft: «Hist. des Etats-Unis», t. I, caps. IV, VII, VIII, y especialmente páginas 132, 148, 157 y sig., 212 y sig. 256, 257, 269 y 276.
  2. Véase Bancroft: «Hist. des Etats-Unis», t. I, págs. 296, 321 y sig., 334, 338, 340 y sig. y 357 y sig. - Motley: «Hist. de la fondation des Provinces Unies»


Tomo 1, cap. 1.4 - La colonización hispano-americana

          En la repartición del nuevo continente, tocóle á la América del Sur el peor lote. La España y el Portugal, transportaron á sus nuevas colonias su absolutismo feudal y sus servidumbres; pero no pudieron implantar en ellas sus privilegios, su aristocracia ni sus desigualdades sociales. El poder eficiente de bien, fue más poderoso. La buena y la mala semilla cultivada en el nuevo suelo, se modificó, se vivificó y regeneró, dando por producto una democracia genial, cuyo germen estaba en la naturaleza del hombre trasplantado á un nuevo medio ambiente. Contribuyó á este resultado el modo cómo se colonizó la América meridional. El más sesudo cronista de Indias, reconoce que la conquista se hizo á costa de los conquistadores, sin gastos de la real Hacienda1. Y un juicioso historiador sud-americano, comentado este hecho deduce de él la lección de política práctica que encierra. «Los aventureros españoles del siglo XVI pudieron ejecutar la hazaña portentosa de conquistar la América, porque nadie puso trabas á su espontaneidad, ni sometió á reglas su inspiración personal. Esta fue la ley general de la conquista de América, y lo que produjo un resultado tan maravilloso y rápido fue el haberse dejado su libre desenvolvimiento á la inspiración personal. Cada conquistador fue una fuerza que dio de sí, sin limitación, todo lo que podía dar»2. De aquí el espíritu de individualismo que legaron á sus descendientes en su sangre con sus instintos de independencia y con ellos las tendencias orgánicas que desde su origen manifestaron las nuevas colonias. Era un mundo rebelde que nacía bajo los auspicios del absolutismo, que al dar vuelo al individualismo se encontró en pugna con el mismo feudalismo de que derivaba.
          Conspiraba fatalmente á este resultado más o menos lejano, la constitución colonial calculada  para el despotismo personal, que excluía la idea de una patria común, y que por lo mismo de ser absoluto en teoría era orgánicamente débil. La colonia y la metrópoli no constituían una sustancia homogénea. La América española, en que algunos han creído ve una especia de imperio independiente, era considerada como un feudo personal del monarca español, más que por razón de la tierra por razón de la persona, como posesión, por razón de la bula de Alejandro VI que la constituyó en tal «en virtud de la jurisdicción que como cabeza del linaje humano tenía el Papa sobre el mundo», según la doctrina del más profundo comentador de la constitución colonial3. Por eso la América española, no formaba cuerpo nación con la Península, ni estaba ligada á ella sino por el vínculo de la corona, y así el juramento de fidelidad que le prestaban sus vasallos de ultramar era el juramento feudal que ata un hombre á otro hombre, más que por razón del descubrimiento, por la población y la lo explica el mismo comentador4. Y de aquí que el rey pudiese legislar y dictar impuestos, sin intervención de las cortes españolas, que sólo funcionaban para la Península. De este orden de cosas debía surgir una teoría revolucionaria, cuando desapareciendo el monarca y desatado de hecho los vínculos personales, la soberanía absoluta de los reyes retrovertiese por acefalía á sus vasallos y convertida en soberanía popular, el divorcio entre las colonias y la madre patria se produjese lógica y legalmente.
          Este feudo colonial tenía su gobierno superior en el Consejo de Indias, que se distribuía en lo político representado por un virrey, y en lo judicial por una Audiencia, autoridades que se fiscalizan y contrapesaban en representación de la autoridad absoluta de la corona, gastando en este roce estéril más fuerza que la que utilizan. En el orden municipal los cabildos, sombra de las antiguas comunidades libres de la madre patria, representaban nominalmente al común del pueblo. Tal es el bosquejo de la constitución colonial. Ella contenía empero un principio democrático, aunque en esfera limitada, desde que se atribuía teóricamente á los cabildos la representación popular, se les reconocía el derecho de convocar al vecindario y reunirlo en cabildo abierto ó congreso municipal, para deliberar sobre los propios intereses y decidir de ellos por el voto directo como en las democracias de la antigüedad. Esta ficción se convertiría en realidad, el día en que las fuerzas populares le comunicasen vida. De los cabildos así constituidos debía brotar á su tiempo la chispa revolucionaria, y en su foro municipal haría el pueblo sus primeros ensayos parlamentarios.
          Esta sociabilidad rudimentaria con instintos de independencia y gérmenes nativos de democracia entrañaban, -como lo hemos dicho en otro libro histórico,- todos los vicios esenciales y de conformación de la materia originaria y del grosero molde colonial en que se había vaciado, á la par de los que provenían de su estado embrionario, de su propia naturaleza y de su medio. Los desiertos, el aislamiento, la despoblación, la carencia de cohesión moral, la bastardía de las razas, la corrupción de las costumbres en la masa general, la usencia de todo ideal, la falta de actividad política é industrial, la profunda ignorancia del pueblo, eran causas y efectos que, produciendo una semibarbarie al lado d una civilización débil y enfermiza, concurrían á viciar el organismo en la temprana edad en que el desarrollo se iniciaba y cuando el cuerpo asumía las formas externas que debía conservar. Sin embargo, de este embrión debía brotar un nuevo mundo republicano con ss constitución genial, producto de los gérmenes nativos que encerraba en su seño. 


  1. Véase Herrera: «Historia general, ext. de las Indias» dec. IV. lib.VI, cap. XI
  2. Amunátegui: «Descubrimiento y conquista de Chile» ps. 7 y 29
  3. Solózano: «Política Indiana» lib. I, cap. X y XI. núm. 8.
  4. Solózano: «Política Indiana» lib. III, cap. XXV, núm. 13.

Tomo 1, cap. 1.3 - Acción inicial de la América sobre la Europa

          La tierra descubierta por Cristóbal Colón que complementó el mundo físico, estaba destinada á restablecer su equilibrio general en el momento mismo en que vacilaba sobre sus cimientos.
       Antes de finalizar el siglo XV, la Europa había perdido su equilibrio moral, político y mecánico. Después de la invasión de los bárbaros del Norte, que le inocularon un  nuevo principio de vida, sin extirpar el germen de decadencia heredado del antiguo imperio romano destruído su civilización estaba á punto de desmoronarse otra vez. No existía en ella una sola nación coherente, y sus agrupaciones inorgánicas eran compuestos heterogéneos de razas y particularismos antagónicos, basados en la conquista y la servidumbre, que la fuerza ataba y desataba. Sus fuentes productivas estaban casi agotadas y su porvenir era un problema sombrío. La libertad de los hombres esclavizados era apenas una esperanza latente que ardía como luz moribunda en el fondo de algunas conciencias. El privilegio de unos pocos, era la regla dominante y la ley niveladora que pesaba sobre las cabezas de la gran comunidad avasallada. La moral política de los pueblos y de sus pensadores era la del príncipe de Maquiavelo, que anteponía la razón del Estado á todos los derechos humanos, justificando todos los medios por los resultados, y esto era un adelanto relativo. Toda revolución sana en el sentido del progreso era imposible dentro de sus elementos caducos, y así la Europa marchaba fatalmente á la disolución social por falta de un principio vital y regenerador.
         La caída del antiguo imperio greco-romano había derribado el último antemural de la Europa contra la nueva irrupción de los bárbaros de Oriente, que avanzaba compacta y fanatizada desde el fondo del Asia bajo el pendón de la media luna, oponiendo el Korán al Evangelio. Dueños los musulmanes de Constantinopla, de la Grecia antigua y parte de la Italia en Europa, y de las llaves de la navegación del Mediterráneo, el despotismo oriental, precedido por sus armas triunfantes había invadido todo el occidente, convirtiéndose en institución permanente, divinizada, y este poder absoluto y absorbente de la sociedad y del individuo era la última esperanza de los pueblos contra los males de la época y la tiranía de los privilegiados. Para colmo de infortunios, los antiguos caminos del comercio a Oriente, en que se dilataba la actividad universal, estaban clausurados por efecto de las conquistas de los árabes, dominadores de las tres cuartas partes del mundo conocido. La Europa encerrada en el estrecho recinto de la línea del Danubio y la puerta de las columnas de Hércules, aislada, empobrecida, esclavizada, debilitada y amenazada de ser expulsada del Mediterráneo, -cuyas costas dominaban los turcos y los moros en África, Asia y parte de Europa,- parecía perdida y sólo el descubrimiento de un nuevo mundo podía salvarla. «El descubrimiento de un nuevo continente más allá de los mares tenebrosos, tuvo por efecto, no solamente abrir al comercio otros caminos, sino hacerle experimentar una transformación que ha influído más que ningún otro acontecimiento político sobre la civilización del género humano, por cuanto afectó, como continúa afectando más fuertemente cada día, todas las partes del globo y la humanidad entera»1. Este descubrimiento, -verdadero punto de partida de la era moderna,- al restablecer el equilibrio dinámico remontando á las causas del movimiento y efectos de las fuerzas, hizo que las otras cosas girasen armónicamente en su esfera de atracciones recíprocas, y sus hombres en el círculo vital de sus aspiraciones innatas. Así se operó el gran fenómeno social que renovó la civilización cristiana y salvó la libertad humana. El gran movimiento de Reforma, que vino inmediatamente después, al emancipar la razón y dar vuelo á las almas, depositó en las conciencias el germen de los principios democráticos que entraña la Biblia, -que era su código,- y que, transportados á un mundo nuevo debían regenerar la civilización europea degenerada y atrofiada, y difundirla vivificada en el orden político por toda la tierra, como la semilla fecunda de Triptoleno.
          No en vano la imaginación popular, anticipándose á los tiempos, supuso que la fuente de Juvencio soñada por los antiguos, que comunicaba en sus ondas la inmortalidad y la eterna juventud, se encontraba en el nuevo continente descubierto por Colón. Trasplantada el suelo virgen de la América la civilización decrépita de la Europa, con sus gérmenes vivaces de progreso, se rejuveneció y se aclimató en él, en condiciones de igualdad, sin poderes monárquicos ni teocráticos, sin privilegios ni aristocracia, y desarrollóse libremente en su atmósfera propicia. Abierto este nuevo é inmenso campo á la actividad humana operóse una evolución super-orgánica «en que los hechos revelan la educación del vástago y la cooperación de los antecesores muestra el germen de un nuevo orden de fenómenos»2. Fue una verdadera renovación del orden social en la materia viva con arreglo á la ley de la naturaleza. El resultado fue la organización de una democracia de hecho, y una sociedad nueva, hija del trabajo. Para el efecto bastó que el hombre, dejara en Europa su carga de servidumbres seculares,, se transportase á otro continente vacante, y entregado á su espontaneidad rehiciese su propio destino prevaleciendo sus instintos sanos y conservadores en la lucha por la vida.

  1. Scherer: «Histoire du commerce de toutes les nations», t. I, p. 138.
  2. Spencer: «Principes de sociologíe» t. I, p. 6.

Tomo 1, cap. 1.2 - Sinopsis de la resolución sud-americana


          Se ha dicho, que cuando la posteridad vuelva sus ojos hacia nosotros, juzgará que la emancipación de la América meridional es el fenómeno político más considerable del siglo XIX, así por su magnitud y originalidad como por la extensión probable de sus consecuencias futuras.1 En efecto:
- la aparición de un grupo de naciones independientes, surgidas de un embrión colonial que yacía en la inercia, y que con elementos nuevos suministran nuevas individualidades á la historia, interviniendo desde luego en la dinámica del mundo;
- la unificación política de todo un continente, que ocupa la mitad del orbe, proclamando por instinto genial los principios lógicos de la democracia como ley natural y regla universal del porvenir;
- la consagración de un nuevo derecho de gentes y un nuevo derecho constitucional, en oposición abierta al derecho de conquista y servidumbre y al tradicional dogma monárquico del absolutismo triunfante en el antiguo continente;
- la división del mundo en dos porciones ponderadas, que establece en las balanzas del destino el equilibrio humano;
- la inauguración  de sociedades orgánicas, con igualdad nativa, emancipadas de todo privilegio, con una fórmula comprensiva y con tendencias cosmopolitas;
- la apertura de un nuevo campo de experimentación libre de todo obstáculo del desenvolvimiento de las facultades físicas y morales del hombre;
- por último, la amplitud de sus movimientos y sus largas proyecciones en el espacio y en el tiempo;
constituyen sin dudas, uno de los más fundamentales cambios que en la condición del género humano se haya operado jamás.
          Los primeros estremecimientos de esta revolución empezaron á sentirse sincrónicamente en las dos extremidades y en el centro de la América meridional en el año 1809, con idénticas formas, iguales propósitos inmediatos y análogos objetivos, acusando desde muy temprano una predisposición innata y una solidaridad orgánica de la masa viva. Simultáneamente, sin acuerde entre las partes, y como obedeciendo á un impulso ingénito, todas las colonias hispanoamericanas, se insurreccionaran en 1810, y proclaman el principio del propio gobierno, germen  su independencia y de su libertad. Seis años más tarde, todas las insurrecciones de la América del Sud eran sofocadas (1814-1816) y sólo quedaba en pie las Provincias Unidas del Río de la Plata, la que, después de expulsar de su suelo ´todos sus antiguos dominadores, declaraban su independencia á la faz del mundo y daba de nuevo á las colonias vencidas la señal del grande y último combate, haciendo causa común con ellas. En 1817, la revolución argentina americanizada, se traza un plan de campaña, de política y de emancipación continental; toma la ofensiva y cambia los destinos de la lucha empeñada; atraviesa los Andes y redime á Chile, y unida con Chile, domina el mar Pacífico, liberta al Perú, y lleva sus armas redentoras hasta la línea del Ecuador, concurriendo al triunfo de la revolución colombiana. Este vigoroso movimiento de impulsión se hace sentir en la extremidad norte del continente meridional, que á su vez vence y expulsa á los defensores de la metrópoli en su territorio, ejecuta la misma revolución que la revolución argentina, toma la ofensiva, atraviesa los Andes, se americaniza y converge hace el centro donde las dos fuerzas emancipadoras efectúan su conjunción, según queda dicho. La lucha quedó circunscripta á las montañas del Perú, último refugio de la dominación española, herida ya de muerte en las batallas de Chacabuco y Maipú, Carabobo y Boyacá. Desde entonces la independencia sud-americana dejó de ser un problema militar y político, y fue simplemente cuestión de tiempo y de un esfuerzo más. Las colonias hispanoamericanas eran libres de hecho y de derecho por su propio esfuerzo, sin auxilio extraño, luchando solas contra los poderes absolutos de la tierra coaligados en su contra, y del caos colonial surge un nuevo mundo ordenado, coronado de las dobles luces polares y ecuatoriales de su cielo. Pocas veces el mundo presenció un génesis político semejante, ni una epopeya histórica más heroica.
          Mientras estos grandes acontecimientos se producían en la América meridional en vísperas del combate final, los Estados Unidos del Norte, que abrieron la nueva era republicana dando la señal de la emancipación á las colonias del sud del continente, y que durante la lucha se mantuvieron neutrales, aunque no indiferentes, reconocen la independencia de las nuevas repúblicas (1822), como «un hecho expresión de la verdad» y declaran, que «es un derecho de los pueblos sud-americanos romper los vínculos que los ataban á su metrópoli, asumir el carácter de naciones, entre las naciones soberanas de a tierra, y darse sus instituciones con arreglo á las leyes de la naturaleza dictadas por Dios mismo»2.. Como una consecuencia del reconocimiento solemne de este hecho y este derecho, los Estados Unidos promulgan la memorable doctrina de Monroe (1822), que en oposición á la famosa bula de Alejandro VI que repartió el mundo entre dos coronas, divide al mundo entre dos sistemas de gobiernos, consagrando un nuevo principio de derecho internacional para ambos mundos, encerrado en la fórmula.: «La América es de los americanos».America for the Americans.») Jefferson, trazando los primeros lineamientos de esta política (en 1808), ha dicho: «La América tiene principios distintos de los de a Europa, y debe tener un sistema suyo que la separe del antiguo continente guarida del despotismo, para ser lo que debe ser la morada de la libertad.» Y Monroe siguiendo estos valientes consejos púsose en 1823 frente á frente de la santa alianza de los reyes coaligados contra la libertad del mundo, y declaró: « que toda la tentativa de las potencias europeas para extender su sistema á cualquier punto del hemisferio americano, con el fin de oprimir á sus pueblos emancipados según principios de justicia ó contrariar sus destinos, sería contraria á la felicidad y á la seguridad del nuevo continente, bajo cualquier forma que se produjera.»3 Las nuevas repúblicas americanas dieron su sanción á esta declaratoria, erigiéndola en regla internacional, y la santa alianza de los reyes absolutos de la Europa retrocedió ante esta actitud, que debía reaccionar sobre la misma Europa sojuzgada.
          La libre Inglaterra, que en un principio fue favorable á la revolución sud-americana, empezó á ponerse del lado la España en 1818 y de la santa alianza en la cuestión colonial, en el sentido de buscar un arreglo que diera por resultado una simple «emancipación comercial» de las colonias, precisamente en el momento en que los Estados Unidos empezaron á diseñar su política en el sentido de la emancipación sud-americana. La diplomacia del gabinete de Washington, manifestó entonces á la Inglaterra, que «las miras del gobierno norteamericano eran que las colonias de la América meridional se emancipasen completamente de la madre patria, y que la lucho no podía terminarse de otro modo.» En 1819, reiteró formalmente esa declaración con motivo de la reunión del congreso de Ais-la-Chapelle en que se trató de una mediación de las potencias entre la metrópolis y sus colonias insurreccionadas4. Y Lafayette, afirmando esta declaración ante el gobierno francés, decía al mismo tiempo: «Toda oposición que se haga á la independencia del nuevo mundo, podrá afligir á la humanidad, pero no ponerla en peligro»5.
          Así, mucho antes que la batalla final asegurase por siempre la emancipación del nuevo continente (1819-1822), ya era un hecho que estaba en la conciencia universal, y la actitud de los Estados Unidos, sostenida por la Inglaterra, hizo declinar la balanza diplomática en su favor en 1823. - La opinión del pueblo inglés le era propicia y las simpatías de todos los liberales de Europa le acompañaban. En el parlamento británico se levantaron voces elocuentes en su favor y el marqués de Lansdowne se hizo el órgano de estos sentimientos presentando una moción á fin de que la Inglaterra reconociese la independencia de las colonias hispano-americanas.- «La grandeza é importancia del asunto de que voy á ocuparme, dijo el orador, es tal, que rara vez se habrá presentado mayor ni igual á la consideración de un cuerpo político. Los resultados se extienden á un territorio cuya magnitud y capacidad de progreso, casi abisma la imaginación que trata de abarcarlos: extiéndense á regiones que llegan desde los 37 grados de latitud norte á los 41 grados de latitud meridional, es decir, una línea no menor que la de toda África, en la misma dirección, y mayor anchura que todos los dominios rusos de Europa y Asia. Estas regiones están cruzadas por ríos magestuosos, con tal variedad de climas y con tan templados efectos de los calores ecuatoriales, gracias á las cadenas de montañas que las atraviesan, que la naturaleza se ve allí dispuesta á producir, como en comprendio, cuanto hay de más apetecible en el mundo. Hállanse habitadas estas regiones por veinticinco millones de almas de diversas razas, que saben vivir en paz y armonía, y que, bajo circunstancias más favorables que las que las han rodeado hasta ahora, pronto llenarían los grandes vacíos de terreno inculto, cuya feracidad las haría prosperar hasta que aquel vasto continente se viese poblado de naciones poderosas y felices. Sus habitantes han llevado la copa de la libertad á los labios, y nadie puede atajar el rumbo de la civilización ni de cuantos sentimientos nobles y grandiosos nacen en su carrera. La regeneración de estos países irá adelante.»6
          La reunión del congreso de soberanos de Verona (1823), y su decisión de intervenir en la Península para sofocar el liberalismo español apoyando al rey absoluto, unida al proyecto de monarquizar la América del Sur según las incipientes ideas reaccionarias de Chateaubriand7, determinaron la actitud de la Inglaterra bajo el ministerio de Canning, que uniformó su política con la de Estados Unidos. Partiendo de la base de que «la independencia de las colonias españolas pobladas por la raza latina, era un hecho consumado, y un nuevo elemento político de la época que en adelante debía dominar las relaciones entre ambos mundos»8, el gran ministro se decidió á reconocer ese hecho, y pronunció en tal ocasión las memorables palabras que resonaron en los dos hemisferios: «La batalla ha sido recia, pero está ganada. El clavo queda remachado. La América española es libre: - Novus aæclorum nascitur ordo!»9.
          La batalla de Ayacucho ganada ocho días antes de pronunciadas estas palabras en el opuesto hemisferio, respondíó á ellas, coronando el doble triunfo de la independencia sudamericana. Canning pudo entonces exclamar: «He llamado á la vida á un nuevo mundo para restablecer el equilibrio del antiguo»10.
          El mundo nuevo reaccionaba por la tercer vez sobre el viejo con su masa y con su espíritu, y por la tercera restablecía su equilibrio perdido.
 

 
  1. "Enciclopediédue nouvelle" de Leroux y Reynaud,t.II, p. 762.
  2. Véase en Matens: «Nouveau recueil de traités» t. VI p. 152; Rapport du comité des affaires étragères de la chambre des représentants concernant la reconnaissance de lìndépendance des ci-devans provinces esagnoles en Amérique en 19 marz 1822. - «Abridgement of the debates of Congress» t.Vii, p. 287 y siguientes 
  3. «Abridgement of the debate of Congress» t. VII, p. 470: President's Mensage de 2 de diciembre de 1823. 
  4. «Residence at the Court of London by Richard Rush, Minister of the United States from 1817 to 1825» caps.XIII y XVII
  5. Carta de Lafayette al Ministro Desolles, de 19 de enero de 1819, comunicada á Rivadavia. (M.S. Papeles de don Valentín Gómez)
  6. Discurso del marqués de Lansdowne en la Cámara de los Lores el 18 de marzo de 1823, inserto en el «Mensajero de Londres» t. I, p. 483 y sig.
  7. Véase Chateaubriand; «Congreso de Verona» t. II, y especialmente cap. IX
  8. Nota de Canning á Grenville de 17 de diciembre de 1824, en Stapleton: «G. Canning and his times» p. 411
  9. Discurso de Canning de 12 de diciembre de 1826