Cap. 1.13

          En el año 1810, el drama de la revolución se desarrolla en un vasto escenario continental, con una unidad de acción que llama la atención del mundo desde el primer momento. Todas las colonias hispano-americanas, -con excepción del Bajo Perú comprimido,- se insurreccionan simultáneamente como movidas por un mismo resorte, y proclaman uniformemente la misma doctrina política. Un viajero inglés que á la sazón recorría la América, y publicó sus observaciones en el mismo año, al señalar su carácter homogéneo, desentraña con rara penetración el principio que le daba su unidad: «Este extraordinario acontecimiento revela una firme y madura determinación de formar un gobierno propio sobre la base de los principios de la soberanía feudal que consideraba las colonias como posesiones in partibus exteris, pertenecientes á la corona y no como partes integrantes del reino, y así sus habitantes se consideraban súbditos del rey fuera de sus dominios y no del Estado»1. Empero, algunos historiadores han pensado que este hecho obedeció únicamente á una impulsión mecánica externa, agena al organismo revolucionario, y que la separación consiguiente fué como la caída de un fruto inmaduro. Otros, con mejor español, -reconocen ser la separación una necesidad, por cuanto «la unidad de España con los reinos de América, posible, bajo el absolutismo, era incompatible con el régimen representativo y la igualdad completa de los ciudadanos en la vida política»2. La verdad es, que la revolución sud-americana fué inspirada por un nativo sentimiento de patriotismo que obró como un agente moral, obedeciendo á un instinto de conservación, y tuvo propósitos deliberados de independencia que estaban en la esencia de las cosas y en la corriente de las voluntades. Por ese hemos dicho, que era una cuestión de vida, que envolvía una renovación salvadora y una evolución lógica. El divorcio entre las colonias y la madre patria se efectuó en el momento crítico en que el abrazo que las unía, las sofocadas recíprocamente, y separándose se salvaron. Si por efecto de ese mismo sistema la América no estaban preparada para gobernadores, y sus ensayos del gobierno de lo suyo fueron tan dolorosos, que casi aniquilaron las fuerzas vitales después de las gastadas en la lucha, peor habría sido su condición y su porvenir, gobernada como lo estaba por leyes contrarias á la naturaleza que la condenaban á una muerte lenta hasta descomponerse en la podredumbre de los vicios propios y agenos que incubaba.
          No puede desconocerse que sin la invasión napoleónica á España en 1808 y la desaparición accidental de la dinastía española, la revolución se hubiera retardado pero esto no implica que la América no estuviese madura para la emancipación como lo probó el hecho de intentarla sistemáticamente en su momento y conquistarla por sí sola con su acción solidaria y sus esfuerzos comunes. Como ha podido verse por el cuadro que de sus antecedentes hemos trazado, ella reconocía causas lejanas, tenía hondas raíces en los hombres y en las cosas, obedecía á una impulsión propia irresistible, que desde tres siglos atrás se hacía sentir no obstante los obstáculos amontonados contra su dilatación. El momento psicológico lo señaló el conde de Aranda, ministro español, dándole «un plazo breve», cuando anunció á su propio soberano, «que los habitantes de la América harían esfuerzos para conseguir su independencia, tan luego como la ocasión les fuese propicia»3. La ocasión no fué sino la chispa que determinó el incendio: una circunstancia concurrente. Bien que las combinaciones á que un hecho modificado puede dar origen sean más difíciles de determinar que las de un ángulo de incidencia en la difusión de la luz, hay que reconocer con la filosofía de la historia que «los hechos sociales implican siempre la intervención de las determinaciones mentales voluntarias de que ellos derivan, no obstante las circunstancias que concurren á que una de ellas sea predominante». Tal es el fenómeno histórico-moral que se produjo en la América española en 1810.
          Son los mismos escritores españoles contemporáneos y actores en los sucesos, los que confirman la exactitud de este punto de vista histórico. Uno de ellos, que reconoce como un hecho fatal la independencia sud-americana, contesta á la teoría de la ocasión: «Se dice: el continente americano del Sud habría subsistido unido á la metrópoli si no hubiese sido por la revolución de España en 1808, lo que no está muy conforme con el estado en que por los mismos sucesos experimentados y por los mismos avisos de los virreyes se hallaba ese continente desde la guerra para la independencia norte-americana; pero aun concediéndolo así, y prescindiendo de lo problemático que fuese el plazo de la ulterior duración de la unión, es preciso indagar quién trajo la revolución, porque los autores y causantes de los males de las revoluciones no son los materiales instrumentos sino los que dan ocasión de ellas»4. Otro español remontando á las causas lejanas del acontecimiento al señalar la decadencia del gobierno colonial por efecto de su debilidad orgánica y su corrupción, establece: «Desde el momento en que la corte de Madrid reconoció en 1778 la emancipación de las colonias de Inglaterra en Norte-América, adquirió dos enemigos poderosos, que movidos por distintas causas no han dejado de emplear todos los medios á su alcance para llegar á los fines que ambos se proponían»5. Por último, otro español que escribía un año después de producida la catástrofe (1811), decía á los mismos españoles: «El germen de los males producidos por la impolítica e injusticia de nuestro antecesor gobierno, y por la iniquidad de los empleados en general, por desgracia fomentada en todos los rincones de la América, no habiéndose tomado medidas después de la revolución de la Península para cortar esas causas, cuyas consecuencias debían ser fuertísimas, hizo explosión en un momento y casi simultáneamente. Apenas se vió aparecer el primer fuego de la división, cuando corrió rápidamente de provincia en provincia, de pueblo en pueblo. Si en un principio esas alteraciones no presentaban más que la apariencia de reforma, por las que clamaba la justicia y el interés bien entendido del Estado, inmediatamente tomaron el rumbo de una revolución de independencia. Si la América unida á la España debiese en lo sucesivo ser tan infeliz como lo fué desde su descubrimiento, sería de apetecer que jamás lo hubiese estado; y si la España no debiese de sacar más ventajas de la posesión de América, que las que sacó hasta aquí, sería un bien para ésta perder su posesión»6.
          El mismo Gobierno provincial de la metrópoli establecido á consecuencia de la acefalía, se anticipaba á las quejas de los colonos, y reconocía por el hecho la justicia de su causa, fomentando su resistencia así por las concesiones á medida que hacía como por las que negaba. Adueñados los franceses de casi toda España, disuelta la Junta Central que hasta entonce había mantenido artificialmente la unidad del imperio español, la Regencia de Cádiz que le sucedió, llamó á los americanos á concurrir á un congreso nacional de cortes, elevándolos á la «categoría de hombres libres»7. Pero á la vez de hacer esta declaración, daba á la América una representación  inferior y nominal, asignándole un diputado por cada millón de sus habitantes, encargándose ella misma de nombrarlos, mientras á los peninsulares sometidos en su gran mayoría al enemigo extranjero, se les adjudicaba un diputado por cada cien mil almas. Éste fué un nuevo agravio agregado á los anteriores. Pero la disidencia esencial estaba en la doctrina política que unos y otros profesaban. La metrópoli por el órgano de la Regencia sostenía: «Los dominios de América son parte integrante de la patria española», y de aquí deducía el derecho de que la España mandase á la América en representación del Soberano en su ausencia, y siguiese en todo evento la suerte de la Península 8. Los americanos, como se ha visto (§ III y § XII) sostenían la doctrina jurídica, apoyada por los comentadores de la constitución colonial, según la cual, si la América formaba cuerpo de nación con la Península sólo estaba ligada á ella por el vínculo de la corona, y que en ausencia del monarca la soberanía retrovertía á los pueblos. De este fundamento deducían tener derecho á recobrar su autonomía, á darse su propio gobierno, y negar obediencia á los que ilegítimamente se atribuían la representación soberana del monarca á título de dependencia territorial o de comunidad política. Elimínese este elemento de disidencia fundamental, y la razón revolucionaria desaparece, la insurrección pierde su bandera legal y la cuestión se reduce á un incidente en la representación nacional, cuya solución no envolvía ni la independencia, ni la autonomía siquiera, de manera que, aceptada la comunidad proclamada por la Regencia, la América seguía la suerte de la península como accesorio de ella. En el fondo de esta teoría estaba la independencia, no confesada aún, pues al considerar perdida á la España, se preparaban á recoger la herencia del rey destronado, y proveer á su seguridad, estableciendo sus gobiernos propios como lo habían hecho los españoles, al invocar la misma fórmula de la reasunción de la soberanía por los pueblos y constituir las juntas provinciales y aun soberanas de la Península.
          Con arreglo á este plan político y con esta bandera termidoriana se desenvolvió pacíficamente la revolución sud-americana, como ley normal que se cumplía. Las autoridades coloniales fueron depuestas sin resistencias por la acción de la opinión, consultada por el órgano de las municipalidades como representantes del pueblo, é instituidos los nuevos poderes en nombre de la autonomía reasumida, sin romper desde luego los vínculos con la madre patria, aun cuando todos alcanzasen que esa sería la consecuencia definitiva. Respondiendo á esta actitud prudente y moderada, que revestía formas legales, la Regencia negó á las colonias hasta la libertad de comercio que en un principio pensó acordarles; esquivó una mediación por parte de la Inglaterra, solicitada por ella, y sin tentar ninguna vía pacífica calificó de súbditos rebeldes á los americanos y les declaró la guerra, incurriendo en la contradicción de castigar como crimen de lesa majestad lo que los mismos españoles habían ejecutado en España al aprovecharse de las circunstancias para reconquistar su libertad arrebatada por los reyes absolutos. Fue entonces cuando Venezuela, formuló categóricamente la teoría revolucionaria antes expuesta y sacando de ella sus consecuencias lógicas, declaró su independencia (1811), y se dio una constitución bajo la forma federal republicana en uso de su soberanía originaria bajo la advocación de los derechos del hombre que incorporó en su ley fundamental9. La gran catástrofe vino y la excisión entre la Europa y la América se produjo con caracteres radicales. El manifiesto de esta guerra fué escrito por parte de España con palabras irreparables, que la convirtió en guerra de razas, al calificar á los insurgentes, en contraposición al derecho natural que ellos invocaban, de «hombres destinados por la naturaleza á vegetar sólo en la obscuridad y abatimiento»10
          No son los sud-americanos los que lo han dicho, sin los ingleses, que han reconocido, que la guerra de la independencia de las colonias españolas, por esta causa declarada, fué más gloriosa que la de los americanos del Norte; y los mismos americanos del Norte, que han confesado que ella fué más sólida y más legal que la suya en sus puntos de partida y en sus formas. Los historiadores más acreditados del viejo mundo, han afirmado que jamás lucha alguna con objeto tan grande se empeñó con recursos tan pobres y tan pocas probabilidades de éxito. La América del Sud estaba inerte y aislada, y no tenía hombres probados ni en la guerra ni en la política; todo tenía que crearlo, improvisándolo. La España, aliada á la poderosa Inglaterra, con el apoyo de las primeras naciones del mundo, era dueña de los mares; sus armas en Europa estaban triunfantes, y muy pronto contaría con mayores fuerzas que antes de la invasión francesa en 1808 para sojuzgar á las colonias insurreccionadas. Sin embargo, la América del Sur se lanzó sola á la lucha contra el mundo coaligado en su contra, y triunfó sola, y mereció la admiración del mundo «por virtudes de que la historia presenta raros ejemplos; por su perseverancia en la adversidad, la abnegación y la fortaleza para soportar trabajos indecibles, sacrificando su reposo, sus propiedades, su salud y su vida, con una unión y una fuerza llena de elasticidad y perseverancia no interrumpida durante el gran trabajo de su emancipación».11
          La reunión de las costes españolas con una sombra de representación americana, y la proclamación de la constitución liberal de 1812, en vez de reconciliar á la madre patria con las colonias, dieron mayor vuelo á la insurrección, pues en razón de las mismas concesiones el espíritu de independencia se avivaba, y los americanos volvían contra la metrópoli las mismas armas que ella había forjado contra el poder del absolutismo. Restituído en 1814 el rey á su trono, la América no había aun declarado su independencia y se gobernaba en nombre del monarca ausente y habiendo sido sofocado el movimiento en Venezuela, la revolución quedó colocada en una posición falsa. La América buscó la paz sobre la base de su independencia; pero cuando restaurado el poder absoluto del rey, se ofrecía á la América en vez de la constitución de 1812 un desarme sin condiciones, y ane su resistencia se proclamó la reconquista á sangre y fuego como en los tiempos de Pizzarro y Cortés, la guerra de exterminio quedó declarada y todo avenimiento se hizo imposible12. La batalla fué recia, según la expresión de Canning, pero al fin de quince años de batallar, el clavo de la independencia sud-americana se remachó y la libertad del mundo quedó sancionada.
          En 1820 la llama revolucionaria de la libertad estaba extinguida en el mundo, con excepción de la América del Sud donde ardía hacía diez años. En esa época el despotismo triunfaba en Europa bajo las banderas de los reyes absolutos coaligados contra la libertad de los pueblos, mientras en la América del Sud triunfaba la causa de la independencia, que era la última esperanza de la libertad humana, alentada por el ejemplo y la influencia poderosa de los Estados Unidos. Desde esta época la acción revolucionaria y liberal de la América sobre la Europa empieza á hacerse sentir en el parlamento inglés, único órgano de manifestaciones libres en el viejo mundo, y el reconocimiento de la independencia sud-americana como hecho y como derecho se pone á la orden del día. La revolución sud-americana reacciona sobre la España mismas, que á su ejemplo vuelve contra el rey absoluto las armas destinadas á domarla, y restablece su régimen constitucional. Es el momento solemne de la expectativa histórica. Del triunfo ó de la derrota de la revolución sud-americana dependen los destinos revolucionarios de ambos mundos. Cinco años después la victoria corona sus armas redentoras, la América es republicana, independiente y libre, y se impone como hecho y como derecho. La Inglaterra, enrolada bajo las banderas de la Santa Alianza de los reyes, reacciona contra su política continental y colonial de concierto en los Estados Unidos con motivo de la cuestión sudamericana, y declara que un nuevo mundo político, que restablece el equilibrio del antiguo, ha nacido, y que en adelante un elemento nuevo entra á intervenir en los destinos humanos. Desde ese momento la corriente histórica que de tres siglos atrás traía el despotismo de oriente á occidente, cambia de rumbo, y la acción de los principios de la regeneración americana va de occidente á oriente y se propaga en la Europa, hasta encontrarse con su antiguo punto de conjunción en los límites del cristianismo y del islamismo. La Grecia lanza en el opuesto hemisferio su heróico grito de emancipación y la Europa, en ves de coaligarse para sofocarla como el de la América del sud, acude en su auxilio. El Portugal se liberta por el ejemplo y la influencia de sus colonias americanas, que le devuelve hasta sus reyes absolutos convertidos en gobernantes constitucionales con una carta manumisión en sus manos. En Francia revivirá la revolución de 89 con formas de compromiso entre la monarquía y la república, y son sus protagonistas un compañero de Washington y un príncipe emigrado que había contemplado de cerca la democracia norte-americana. Suprímase la revolución sud-americana el año X, supóngase vencida en 1820, ó elimínese su triunfo final en 1825, y sólo queda la república de Estados Unidos aislada y el mundo esclavizado por el absolutismo, hasta el apoyo de la libre Inglaterra. Tal es el cuadro histórico y sincrónico de la revolución sud-americana en sus relaciones con el movimiento liberal del mundo moderno de 1810 a 1825.
 
  1. Walton: «Present state of the Spanish Colonies», (London, 1810). La cita del texto es un extracto del contenido de las págs. 262 y 270 del t. I
  2. Labra: «Política y sistemas coloniales. Conferencias del Ateneo de Madrid», (1876), t. II, p. 179.
  3. Informe del conde de Aranda en 1783. Ya citado.
  4. Vadillo: «Apuntes sobre los principales sucesos que han influido en el estado actual de la América del Sud», p. 250.
  5. Presas: «Juicio imparcial sobre las principales causas de la resolución de la América española», p. 1.
  6. Flores Estrada: « Examen imparcial de las disensiones de la América con la España», ps. 65 y 117.
  7. Proclama de la Regencia de España «Á los Españoles Americanos» de 14 de febrero de 1810. Publicóse con el decreto de su referencia en la «Gaceta Extraordinaria de Buenos Aires de 9 de junio de 1810.»
  8. Proclama de la Regencia antes citada
  9. Véase: «Interesting offical documents relatin to the United Provinces of Venezuela», (London, 1811)
  10. Bando del virrey Abascal del Perú de 13 de julio de 1810, impreso en hoja suelta y reproducido en la «Gac. de Bs. As.» de 1810.
  11. Véase: Gervinus, cit., t. VI, ps, 137, 148 y 309.
  12. El general Morillo enviado por Fernando VII en 1815 para pacificar la América, escribía el Ministro de Guerra de España en 7 de noviembre de 1816: «Para subyugar estas provincias, las mismas medidas deben tomarse que al principio de la conquista».
  

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