Cap. 1.14

          La revolución sud-americana fue especialmente republicana, y las tentativas monárquicas frustradas en el largo curso de su desarrollo demuestran históricamente que era refractaria á la monarquía.
          Á haberse realizado en 1783 la idea previsora del conde de Aranda, es probable que una monarquía bastarda se hubiese establecido en América, imprimiéndole el nuevo medio, su sello de legitimidad democrática con el tiempo. Si como lo pensó Godoy más tarde, aconsejado por miras puramente egoístas, el monarca español traslada á América la sede de su trono, en 1808, como lo hizo el de Portugal, es posible que la revolución sud-americana desviada de su curso se hubiera resuelto pacíficamente bajo los auspicios dinásticos como sucedió en el Brasil, retardando la república y anticipando quizás la estabilidad constitucional. Malogradas estas dos oportunidades de una combinación de instituciones y tendencias entre el viejo y el nuevo mundo, la revolución sud-americana tenía que desarrollarse según su naturaleza y ser esencialmente republicana con arreglo á su organismo constitutivo, anterior y superior á toda constitución artificial ó de circunstancias.
          Los peregrinos de la Nueva Inglaterra y los quákeros de Pensilvania llevaban en su ser moral la semilla republicana, fecundada por la lectura de la Biblia, que trasplantada a un suelo virgen y en un mundo libre, debía aclimatarse en su atmósfera propicia. Los mismos caballeros monarquistas de la Inglaterra, trasladados a la Virginia, convirtiéronse en republicanos al fundar una nueva patria según otro tipo, y de esta raza salió Washington, el tipo republicano por excelencia, que dio una nueva medida al gobierno de los hombres libres. Los colonos españoles no importaron a la América del Sud sentimientos morales de igualdad y justicia ni reglas de gobierno como los del Norte, pero trajeron ciertos gérmenes de individualismo y una tendencia rebelde, que con el tiempo debía convertirse en anhelo de independencia y de igualdad. Los indígenas conquistados, no tenían otro tipo sino el de la monarquía pre-colombiana, cuyas formas estaban cristalizadas por atavismos. Los criollos, por un fenómeno físico-moral de selección, nacieron republicanos, y por evoluciones sucesivas cuya marcha puede seguirse con más seguridad que la de la variación de las especies a través del tiempo, su ideal  y su necesidad innata llegó a ser la república así que sus ideas de emancipación empezaron a alborear en sus mentes oscuras, que la revolución de los Estados Unidos y la de Francia iluminó con sus resplandores. El germen nativo de la república estaba en la América colonizada, y ellos no eran sino sus vehículos animados. Por eso jamás surgió de la fuente nativa la idea de la monarquía, y toda vez que apareció como una combinación de circunstancias, fue un mero artificio, un compromiso, o menos que eso, una ocurrencia aislada y pasajera, cuando no el delirio de una ambición enfermiza.
          La primera vez que la idea de la institución monárquica apareció en Sud-América, fue bajo ls auspicios de la idea de independencia, que era verdaderamente la que le daba por el momento una significación armónica con las tendencias nativas. Cuando todavía no se había vulgarizad los principios de la democracia norte-americana, ni las ideas delos precursores de la emancipación argentina tomado vuelo, imaginaron  éstos en 1808 fundar una monarquía constitucional y una nueva dinastía en el Río de la Plata, a imagen y semejanza de la de Inglaterra, cuya constitución era el ideal que Montesquieu había puesto a sus alcances intelectuales y que las recientes invasiones de la Gran Bretaña pusieron ante sus ojos como un modelo. Todo ello pasó de un conato, que sin embargo acusaba una predisposición hacia la nacionalidad. Dos años después, apenas consumada la revolución inicial de 1810, el contrato social de Rousseau es su evangelio, y obedeciendo a sus instintos se acerca a la fuente de la soberanía nativa de que mana la república; pero sólo alcanzan su noción teórica.
          Los primeros estremecimientos que preceden al gran movimiento inicial acusan desde luego una tendencia democrática. La revolución de 1810 asume espontáneamente desde el primer día formas populares. La primera manifestación constitucional es la de Venezuela, que reviste caracteres genuinamente republicanos. Por el  hecho de insurreccionarse y darse un gobierno propio, se convierten todas las colonias hispano-americanas en repúblicas municipales, porque en realidad esta organización preexistía en ellas, como precursora de la república definitiva. La soberanía absoluta y personal, convertida en atributo de soberanía colectiva por el solo hecho de la desaparición del monarca que la encarnaba, y su reasunción por el pueblo, según se explicó antes, señala el momento de la transformación de un principio despótico en principio de libertad republicana, fenómeno tal vez único en la historia y rasgo original de la revolución sud-americana. Desde ese momento el rumbo democrático queda invariablemente fijado y la opinión no trepida en su marcha progresiva.
          Cuando con los primeros contrastes y el desarrollo espontáneo de la anarquía, los políticos que dirigía la revolución argentina, empezaron a perder la esperanza de constituir sólidamente la república, pensaron en la monarquía sostenida por las grandes potencias europeas, como medio de darle punto de apoyo y estabilidad y propiciarla entre el mundo, persiguiendo siempre la idea de la independencia y de la libertad constitucional. Tal era la opinión de los hombres más ilustrados y respetables, en circunstancias en que las Provincias Unidas de la Plata eran las únicas que mantenían alzados los pendones de la insurrección americana en toda la extensión del continente, y cuando aun no habían declarado su forma de gobierno (1814-1816). La primera tentativa en tal sentido fue un proyecto inconsciente para coronar como rey del Río de la Plata a un infante de España en 1814, con el apoyo de la Inglaterra y con el asentimiento del monarca español. De él sólo han quedado rastros en los papeles secretos de sus promotores desautorizados. El sentimiento general del pueblo era democrático, y revelaban su energía hasta en los mismos excesos que alarmaban á los conservadores, que formaban una especie de oligarquía oficial. Empero, por una aberración, que se explica por el desequilibrio de las fuerzas políticas, el Congreso que en 1816 declaró la independencia de las provincias argentinas, y por el hecho fundó una república, era en su gran mayoría monarquista de oportunismo, y lo primero que pensó fue en fundar una monarquía inverosímil, sobre la base de un descendiente del Inca, que vinculase al Río de la Plata y al Perú, dándole el Cuzco por Capital. La razón pública dio cuenta de este quimérico proyecto en medio de un rechifla general, porque estaba en la conciencia de todos que la idea innata de la república residía en las cosas mismas, como que había nacido con la revolución y era inseparable de la idea de independencia.
          Desde 1816 a 1819 la política de los monarquistas argentinos se agita en el vacío buscando en la diplomacia universal combinaciones que amalgamasen los intereses de los dos mundos por la uniformidad de principios antagónicos que se excluían. Partiendo de esta base errada, el mismo sancionó en secreto en 1819 la forma monárquica, inmediatamente después de jurar promulgar la constitución republicana dictada por él, y buscó en Europa otro rey imaginario con el apoyo de la Francia. Estas maniobras tenebrosas, que revestían ante el país los caracteres de la traición y lo desconsideraban ante el mundo, sublevaron la opinión republicana de las clases ilustradas y embravecieron las pasiones populares, produciendo el efecto opuesto que sus autores buscaban. Así terminaron las dinastías abordadas del Río de la Plata, sin alcanzar siquiera los honores de la publicidad contemporánea.
          Esta reacción en el espíritu de los autores de la revolución que la representaban, y que capitulaban con el hecho brutal y lejano y con la propia conciencia, se producía precisamente en el momento en que la perseverancia de los republicanos de Sud-América, les granjeaba la admiración y las simpatías universales; cuando los Estados Unidos se ponían frente a frente de la Santa Alianza de los reyes y escudaban a los nuevos republicanos contra la intervención monárquica; cuando la Inglaterra, después de haber declarado por la boca de Castlereagh ante los congresos europeos que no «reconocería los gobiernos revolucionarios de la América» se convencía de que la república era un hecho indiscutible que estaba en su naturaleza, inseparable de su independencia, que se imponía como tal; y en vísperas de que, por la fuerza de las cosas, se proclamase ante el mundo, que un nuevo republicano de que políticamente no podía prescindirse, había nacido en el orden de los siglos!
          Eran, empero, agentes de esta política reaccionaria, hombres como Rivadavia, destinado a fundar la verdadera república representativa en su país, y que después de Washington es el único gobernante que en América haya marcado el más alto nivel del hombre de gobierno de un pueblo libre; tipos de virtud republicana como Belgrano que se ofuscaba candorosamente por su anhelo del bien público; y héroes de la talla del mismo San Martín, que confesando su fe republicana, consideraba difícil, sino imposible, un orden democrático, y sin embargo, fundó repúblicas, dejando que el hecho se produjese espontáneamente al no contrariar las tendencias naturales de los pueblos que libertaba! Cuando San Martín desconoció esta ley de la historia esta ley de la historia, cayó como libertador. Así cayó más tarde Bolívar, cuando reaccionando contra los principios de la revolución que tan gloriosamente hizo triunfar pretendió convertir la democracia en monocracia y renegó de los destinos de la república por él coronada con su triunfo final, buscando en las monarquías un falso punto de apoya para ella. El único libertador americano, que en su delirio se coronó como emperador, -Iturbide en Méjico,- murió en un patíbulo, presagiando el desastroso fin de otro emperador, cuyo cadáver fue devuelto a la Europa como protesta contra la imposición de la monarquía.
          Como si esta fórmula estuviera destinada a no salir de los dominios de la ficción, cuando no revestía caracteres trágicos, fue un poeta disfrazado de político el que imaginó oponer a un nuevo mundo republicano «un nuevo mundo de legitimidad, fundando en él monarquías borbónicas». Chateaubriand, ministro de la restauración en Francia, dirigiéndose a la república de Colombia, decía en 1823, con tanta superficialidad como ignorancia de la constitución orgánica de la América: -«el régimen monárquico es el que conviene a vuestro clima, a vuestras costumbres y a vuestras poblaciones diseminadas en una inmensa extensión de país. No os dejéis alucinar por teorías». Él mismo hacía la crítica de su plan al agregar: -«cuando uno se forja una utopía, no consulta ni lo pasado, ni la historia, ni los hechos, ni las costumbres»1. El príncipe de Polignac se hizo el órgano de estas ideas ante la diplomacia europea. «Es interés de la humanidad, dijo, y de las mismas colonias españolas, que los gobiernos europeos concierten en común los medios de pacificar las distintas y escasamente civilizada naciones sud-americanas, y traer a los principios de unión de un gobierno monárquico o aristocrático a esos pueblos, en quienes absurdas y peligrosas teorías mantienen la agitación y la discordia». La aristocrática Inglaterra contestó por la boca de Canning, que «no entraba en la disposición de los principios abstractos, y que por deseable que fuera el establecimiento de la forma monárquica en algunas de las provincias de Sud-América, el gobierno de la Gran Bretaña no estaba dispuesto a ponerla como condición de su independencia»2. Así quedó enterrado para siempre el último plan monarquista imaginado por un poeta para aplicarlo a la América meridional.
          El último hecho que parecía indicar que la monarquía era una planta que puedo haberse aclimatado en América, es la fundación del imperio del Brasil, y es precisamente el que por antítesis prueba lo contrario. El Brasil como colonia, participó de las influencias del nuevo medio, aunque no en el grado de las demás secciones sud-americanas. La conjuración de Minas a fines del siglo XVIII (1789), conocida en la historia con el nombre de su mártir Tiradentes, reveló que existía allí un fermento republicano y un espíritu de independencia, que respondía al ejemplo de la emancipación norte-americana y a la impulsión inmediata de la revolución francesa, bajo la advocación de la libertad. Penetrada la colonia de un enérgico patriotismo propio de un espíritu democrático, absorbió a sus mismos reyes absolutos, cuando éstos trasladaron el trono a su territorio. Un príncipe de la sangre real de la casa reinante se puso al frente de la revolución de su independencia, la cual se operó pacíficamente como una transacción entre el antiguo y el nuevo régimen. Cuando el nuevo soberano así proclamado por los ex-colonos, se divorció de sus nuevos súbditos, que lo despidieron para ir a llevar a la madre patria los principios constitucionales que le inocularon. Fundóse entonces sobre la base de la soberanía del pueblo, un imperio democrático, sin privilegios y sin nobleza hereditaria, que no tenía de monárquico sino el nombre y que subsistió como un hecho consentido y un compromiso, pero no como un principio fundamental. Así, el imperio del Brasil no es en realidad sino una democracia con corona. Hemos admitido como posible que otros tanto hubiese sucedido en la América española, a haberse Carlos IV de Portugal; pero tomando los hechos tal como se han producido resulta históricamente demostrada la proposición, de que la América era nativamente republicana, y que hasta su única excepción aparente lo prueba.
 
  1. Chateaubriand: «Congreso de Verona», t. II, p. 223.
  2. Blue Papers: «Memorándum of a conference between the Prince de Polignac and Mr. Canning, held october 9th, 1823».
  

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