Cap. 1.4

          En la repartición del nuevo continente, tocóle á la América del Sur el peor lote. La España y el Portugal, transportaron á sus nuevas colonias su absolutismo feudal y sus servidumbres; pero no pudieron implantar en ellas sus privilegios, su aristocracia ni sus desigualdades sociales. El poder eficiente de bien, fue más poderoso. La buena y la mala semilla cultivada en el nuevo suelo, se modificó, se vivificó y regeneró, dando por producto una democracia genial, cuyo germen estaba en la naturaleza del hombre trasplantado á un nuevo medio ambiente. Contribuyó á este resultado el modo cómo se colonizó la América meridional. El más sesudo cronista de Indias, reconoce que la conquista se hizo á costa de los conquistadores, sin gastos de la real Hacienda1. Y un juicioso historiador sud-americano, comentado este hecho deduce de él la lección de política práctica que encierra. «Los aventureros españoles del siglo XVI pudieron ejecutar la hazaña portentosa de conquistar la América, porque nadie puso trabas á su espontaneidad, ni sometió á reglas su inspiración personal. Esta fue la ley general de la conquista de América, y lo que produjo un resultado tan maravilloso y rápido fue el haberse dejado su libre desenvolvimiento á la inspiración personal. Cada conquistador fue una fuerza que dio de sí, sin limitación, todo lo que podía dar»2. De aquí el espíritu de individualismo que legaron á sus descendientes en su sangre con sus instintos de independencia y con ellos las tendencias orgánicas que desde su origen manifestaron las nuevas colonias. Era un mundo rebelde que nacía bajo los auspicios del absolutismo, que al dar vuelo al individualismo se encontró en pugna con el mismo feudalismo de que derivaba.
          Conspiraba fatalmente á este resultado más o menos lejano, la constitución colonial calculada  para el despotismo personal, que excluía la idea de una patria común, y que por lo mismo de ser absoluto en teoría era orgánicamente débil. La colonia y la metrópoli no constituían una sustancia homogénea. La América española, en que algunos han creído ve una especia de imperio independiente, era considerada como un feudo personal del monarca español, más que por razón de la tierra por razón de la persona, como posesión, por razón de la bula de Alejandro VI que la constituyó en tal «en virtud de la jurisdicción que como cabeza del linaje humano tenía el Papa sobre el mundo», según la doctrina del más profundo comentador de la constitución colonial3. Por eso la América española, no formaba cuerpo nación con la Península, ni estaba ligada á ella sino por el vínculo de la corona, y así el juramento de fidelidad que le prestaban sus vasallos de ultramar era el juramento feudal que ata un hombre á otro hombre, más que por razón del descubrimiento, por la población y la lo explica el mismo comentador4. Y de aquí que el rey pudiese legislar y dictar impuestos, sin intervención de las cortes españolas, que sólo funcionaban para la Península. De este orden de cosas debía surgir una teoría revolucionaria, cuando desapareciendo el monarca y desatado de hecho los vínculos personales, la soberanía absoluta de los reyes retrovertiese por acefalía á sus vasallos y convertida en soberanía popular, el divorcio entre las colonias y la madre patria se produjese lógica y legalmente.
          Este feudo colonial tenía su gobierno superior en el Consejo de Indias, que se distribuía en lo político representado por un virrey, y en lo judicial por una Audiencia, autoridades que se fiscalizan y contrapesaban en representación de la autoridad absoluta de la corona, gastando en este roce estéril más fuerza que la que utilizan. En el orden municipal los cabildos, sombra de las antiguas comunidades libres de la madre patria, representaban nominalmente al común del pueblo. Tal es el bosquejo de la constitución colonial. Ella contenía empero un principio democrático, aunque en esfera limitada, desde que se atribuía teóricamente á los cabildos la representación popular, se les reconocía el derecho de convocar al vecindario y reunirlo en cabildo abierto ó congreso municipal, para deliberar sobre los propios intereses y decidir de ellos por el voto directo como en las democracias de la antigüedad. Esta ficción se convertiría en realidad, el día en que las fuerzas populares le comunicasen vida. De los cabildos así constituidos debía brotar á su tiempo la chispa revolucionaria, y en su foro municipal haría el pueblo sus primeros ensayos parlamentarios.
          Esta sociabilidad rudimentaria con instintos de independencia y gérmenes nativos de democracia entrañaban, -como lo hemos dicho en otro libro histórico,- todos los vicios esenciales y de conformación de la materia originaria y del grosero molde colonial en que se había vaciado, á la par de los que provenían de su estado embrionario, de su propia naturaleza y de su medio. Los desiertos, el aislamiento, la despoblación, la carencia de cohesión moral, la bastardía de las razas, la corrupción de las costumbres en la masa general, la usencia de todo ideal, la falta de actividad política é industrial, la profunda ignorancia del pueblo, eran causas y efectos que, produciendo una semibarbarie al lado d una civilización débil y enfermiza, concurrían á viciar el organismo en la temprana edad en que el desarrollo se iniciaba y cuando el cuerpo asumía las formas externas que debía conservar. Sin embargo, de este embrión debía brotar un nuevo mundo republicano con ss constitución genial, producto de los gérmenes nativos que encerraba en su seño. 


  1. Véase Herrera: «Historia general, ext. de las Indias» dec. IV. lib.VI, cap. XI
  2. Amunátegui: «Descubrimiento y conquista de Chile» ps. 7 y 29
  3. Solózano: «Política Indiana» lib. I, cap. X y XI. núm. 8.
  4. Solózano: «Política Indiana» lib. III, cap. XXV, núm. 13.
  

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